Trabajo de hormiga
Paco y Pepe viven en el barrio Pueyrredon. Sus vidas no escapan a la de muchos pibes de la periferia de la ciudad. Pero ellos encontraron una alternativa. Una que es lenta, como la hormiga.
Fotos: Pablo González
Paco parece una hormiga llevándose un poco de azúcar sobre la espalda. Pero el camión de verduras que llega al ex predio de residuos no es dulce. Traslada lo que está podrido y no se vende en los mercados. Cuando entra al predio, apenas se acerca a la montaña de más de 70 metros de basura, las hormigas se montan en la caja trasera. Hay que ser rápido: agarrarse con fuerza de donde sea. Quienes no llegan a colgarse del camión, lo hacen de alguna espalda; y hay que resistir la caída. Caerse significa perder lo poco que hay para repartir.
Las montañas de basura del ex predio de residuos son enormes. Toneladas de mal olor. Por arriba vuelan cientos de gaviotas, que al igual que Pepe, buscan algo para comer. Cuando el camión vacía la caja, no hay tiempo para pensar. Hay que buscar entre lo nuevo. El trabajo es rápido y se tiene que hacer de a dos. Uno adelante: Paco, gancho en mano para levantar lo que aún no tiene ni gusanos ni olor a viejo. El otro atrás: Pepe, para juntar y guardar en una bolsa.
Ahora Paco es el presidente de la cooperativa de trabajo 15 de Enero. Gana 110 pesos por día en la construcción. Vive con Cintia, su mujer, dos hijas de ella de 15 y 8 años, y Joaquín que tiene 4 y llora cada vez que su papá se va de la casa. Camina un poco encorvado, como si los 24 años con los que carga le pesaran el doble. La cabeza gacha y los hombros flacos a la altura de las orejas. Calza una visera azul que dice “Los Sin Techo” y Nike negras con suela alta y blanca. Bermudas de jean y remera del Che. Habla lento y mueve mucho las manos. Parece que repartiera un mazo de cartas imaginario.
Pepe tiene los ojos grandes y 26 años. Los labios gruesos y una sonrisa que se abre hacia un solo lado. Las uñas de las manos un poco largas. Pantalón claro, remera rayada imitación Lacoste y campera negra. De vez en cuando, una visera gris Nike. Es uno de los fundadores de la cooperativa 15 de Enero junto a Paco, su hermano menor. Vive solo con uno de sus hijos: Gabriel tiene 4 años y es la exacta versión de Pepe en miniatura. No le dice papá, y cuando quiere algo de él grita con voz agudísima. Además tiene una nena que vive con Cristina, la mamá de Gabriel. Con otra mujer con la que vivió sólo un mes, tuvo a Naomi. Pepe se enteró, después de la separación, que iba a ser papá otra vez. Ella quiere criar a su hija sola. Pepe insistió en reconocerla.
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Llovieron naranjas. Volaron por encima del alambre que separaba las casas tomadas, de la policía. Cayeron en los yuyos, o en el aire las agarraron las manos sucias de los ocupantes. Fue un 16 de enero de 2009. El sol del mediodía pintaba el paisaje de amarillo deshidratado. No había ni una nube. Corría una brisa que no llegaba a secar la transpiración. La tierra negra, resquebrajada. El polvo se pegaba en la piel. Las casas parecían cajas de zapatos vacías; sin puertas ni ventanas. Las reservas de agua, fideos y puchos se terminaban. Llevaban un día adentro. Del lado de afuera, la policía frente a las organizaciones sociales de la red de apoyo no dejaba entrar a nadie, tampoco la comida. Como si fueran catapultas, los brazos de los vecinos comenzaron a lanzar naranjas. Pasaron por arriba de los cascos azules y llegaron al otro lado. Por las gargantas de los ocupantes corrió ese jugo ácido y fresco, por sus cuerpos, la satisfacción de una primera victoria.
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El predio de viviendas que está ubicado en Friuli y la 47, barrio El Martillo, ocupa tres manzanas que limitan con la barriada de General Pueyrredón. Ahora, en esas tierras hay casas en las que habitan familias de la Villa de Paso. Pero en 2009, sólo las casas de la primera manzana estaban terminadas. En la segunda había viviendas a medio construir. Y en la última, cimientos tapados de pasto.
Las tres manzanas tenían algo en común: estaban abandonadas desde hacía más de dos años por las empresas constructoras.
Las obras pertenecían al programa de viviendas sociales Dignidad que impulsó el gobierno de la provincia de Buenos Aires en 2004. Mar del Plata fue una de las ciudades beneficiadas por el programa, con la construcción de 500 viviendas que debían estar terminadas en 15 meses. El gobierno municipal quería “erradicar” la Villa de Paso, un asentamiento ubicado en la zona más alta de la ciudad, en el barrio más caro. Para que el programa Dignidad se concretara, la Municipalidad de General Pueyrredon aportó tierras fiscales y dio apoyo logístico, técnico y organizativo. El Instituto Provincial de la Vivienda financió las obras y era quien debía controlar los avances. La entidad intermediaria a cargo de contratar a las empresas constructoras fue la Asociación Civil Trabajar, ONG vinculada a César Trujillo, dirigente de la Unión de Obreros de la Construcción de la República Argentina (Uocra) de Mar del Plata.
La Municipalidad no contaba con un terreno tan amplio para la construcción de la totalidad de las casas. Por eso las obras se iniciaron en Don Emilio, Las Heras, Belisario Roldán y El Martillo. Una vez que comenzaron a marcarse los terrenos llegaron los problemas financieros. Las empresas constructoras MF S.A, Transervice y Plantel S.A decían que el dinero no alcanzaba; el Instituto de la Vivienda afirmaba que los fondos habían sido girados y que las obras debían continuar. La Asociación Civil Trabajar sostenía que los montos designados no eran suficientes porque los precios estaban desactualizados. Entre los aportes de Provincia y la Nación, hasta el 2012, se destinaron más de 60 millones de pesos y aún restaban construir noventa y cuatro casas.
Andrés Barbieri fue abogado de la Uocra, y quien hizo todos los trámites para inscribir a la Asociación Civil Trabajar. Ahora, peleado con Trujillo, denuncia que la ONG era un “sello de goma” sin domicilio legal para acceder a la construcción del Dignidad. El Estado no le podía asignar el programa al sindicato, porque no eran viviendas para trabajadores. Tampoco podía figurar Trujillo al frente de la ONG intermediaria porque estaba acusado de irregularidades en la construcción de un programa de viviendas similar en la ciudad de Miramar.
De mayo de 2008 hasta comienzos de 2009, la Municipalidad de General Pueyrredon realizó una encuesta sobre emergencia habitacional. Se inscribieron más de diez mil familias sin techo. El censo nacional 2010 dio como resultado que el 30% de las viviendas de Mar del Plata estaban vacías la mayoría del año.
En 2009, 50 familias del barrio General Pueyrredon tomaron el predio de viviendas del programa Dignidad de El Martillo que estaba abandonado.
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En el ex predio de residuos hay una casilla. Un hormiguero de cuatro chapas. El único techo que protege a Paco, Pepe y al resto de la banda. La noche los encuentra entre la basura. Se abrigan, apoyándose unos contra otros. Llueve. Están sentados con las rodillas abrazadas; los ojos cerrados y las manos tapándose la cara. No quieren mojarse. El agua entra por todos lados. Paco no puede dormir. Piensa en su casa. En lo lejos que está. También se pregunta si el resto de los pibes están despiertos. Ninguno dice una palabra. Pepe escucha todos los ruidos con atención, mientras se esfuerza por vencer al sueño. Si se duerme, las ratas le pueden comer las orejas o los dedos de los pies.
Los recuerdos de Paco y Pepe sobre el ex predio de residuos, se mezclan entre la inocencia de la infancia en ese parque de diversiones putrefacto y las risas con amigos en las tardes en las que daban vueltas por el lugar.
Toda la basura de Mar del Plata se depositaba en un terreno de 22 hectáreas, atrás del barrio General Pueyrredon, en donde Paco y Pepe crecieron. Para llegar, recorrían seis kilómetros por la avenida Antártida Argentina. Iban caminando con los amigos del barrio a juntar cosas para vender. También hacían dedo en la avenida, por donde pasan los camiones que recolectan la basura. Inconscientes –dicen ahora– porque iban colgando como si fueran basureros y los camiones iban a toda velocidad.
Alrededor del ex predio se fueron edificando casillas. Ahí viven los cartoneros durante el tiempo que recuperan papel, plástico, aluminio, cartón. Pero también buscan comida. Los límites de vencimiento de los alimentos, en el ex predio de residuos, se extienden hasta el último confín de un estómago vacío.
Entre las toneladas de basura, se genera un gas que sirve a los cartoneros para cocinar. Pero también puede provocar focos de incendio, y todo se llena de un humo negro y maloliente que se ve y huele en otros barrios. Aunque lo más peligroso es pelearse por las bolsas llenas. Cuando llegan los camiones llenos de basura hay recuperadores que se quedan arriban de la montaña para ser los primeros. Si no, mandan a los más pequeños que pesan menos y suben más rápido. Pero también son más difíciles de ver por el espejo retrovisor del camión. Así, algunos desaparecieron debajo de las ruedas o se hundieron entre el desperdicio. Un cuerpo pequeño no es fácil de encontrar.
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Desde hacía seis meses que “Los Sin Techo” planificaban tomar las casas del Dignidad. Era la segunda vez que lo iban a intentar. En la anterior, habían sido desalojados la misma noche en la que entraron.
Adriana, trabajadora del puerto y madre de diez hijos, era una de las caras más conocidas en el barrio. Se reunían en su casa para planificar el segundo desembarco. La fecha que eligieron fue el 15 de enero de 2009. Ese día se juntaron a las seis de la mañana. Caían con colchones, frazadas, garrafas, ollas, bidones de agua, pañales, hijos. Hicieron una lista con los nombres y números de documento por si la policía se llevaba detenido a alguno. Llegaron a ser sesenta, en su mayoría mujeres y chicos enlazados por algún vínculo familiar. Mientras esperaban, entre el humo de los mates dulces y los cigarrillos, en la esquina se producía un allanamiento de la policía de Investigaciones. Buscaban a un pibe. Buscaban a Nahuel. El hermano menor de Pepe y Paco. La policía no lo encontró.
Cuando la DDI se fue, las familias caminaron en fila india hasta el predio. Avanzaron por una calle de tierra que limita con un campo. Arrastraban a los chicos y apuraban el paso. A cuatro cuadras, en paralelo a la calle de tierra, había patrulleros. La información se había filtrado. Cuando las familias llegaron a las viviendas, cortaron el alambre y entraron. Un policía que custodiaba la esquina los vio pasar. Hizo sonar su silbato y avivó a la Bonaerense. Nadie fue detenido.
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En el barrio General Pueyrredón las calles son de tierra. Por el aire vuela el sonido de la cumbia y el reggaetón que sale de alguna casa. Hay árboles altos que cubren de sombra los frentes de las viviendas, en donde quizás haya algunos pibes tomando una cerveza.
Hay casas de material, y casillas de chapa y madera se instalan en cualquier lugarcito entre la basura y otra casilla. Por la zona pasa el arroyo Las Chacras. El principal problema es que no está entubado. Eso hace que con las lluvias se desborde, y las calles y veredas formen parte de un espejo gigante. Tampoco se desmaleza y hay nidos con ratas que parecen gatos, y gatos que huyen de las ratas.
Las familias que viven con un salario fijo, lo hacen con trabajos informales en la construcción o el puerto. Este último, tiene al 70% de los trabajadores de tierra sin registración laboral. Los que no tienen de qué vivir, se la rebuscan cartoneando por el centro o en el predio de basura.
La historia de Moni, la mamá de Pepe y Paco, no escapa a esa realidad. Tiene 42 años, cinco hijos y nueve nietos. Es flaca, de estatura media, y viste jeans, zapatillas Nike y una campera de manta polar celeste. El pelo negro suelto y las uñas pintadas. Vive con Eliseo, su pareja 16 años menor que ella, en la casa que ganó con la toma de viviendas de 2009. Le gusta tomar mate con yerba CBC de naranja, aunque no siempre puede comprarla. Sonríe con facilidad y se fuma un cigarro cada tanto. Por su casa circula gente todo el tiempo. Alguno de sus hijos, un vecino, un nieto. La puerta de entrada no tiene picaporte. Para ingresar hay que empujar con fuerza o esperar que, de adentro, alguien abra con un cuchillo. La tele de la casa está prendida desde temprano y no se apaga hasta la noche. En el patio, además de juguetes semienterrados en el barro, está la soga llena de ropa que lavó durante la tarde.
Al igual que Paco y Pepe, los años a Moni le pesan. Llegó a Mar del Plata después de escaparse del instituto Pelletier en Buenos Aires, en donde la internaron con Carla, su hija mayor, cuando apenas era un bebé. En ese momento, la ley determinaba que si un juez consideraba que una madre no podía hacerse cargo de su hijo se podía disponer su encierro en una institución. De ese lugar se escapó con Carla en brazos y la ayuda de Carlos, su pareja. Con él tuvo a Pepe, Paco, Cristal y Nahuel. Fue en ese tiempo que Moni conoció a Gladys, una amiga que Carlos había hecho trabajando. Los chicos la adoptaron como su tía.
Gladys defendió a Moni de los golpes de Carlos siempre que pudo. Pero Carlos le pegaba mucho y las peleas siempre terminaban mal. La tía lo sacaba corriendo, lo echaba. Pero él volvía, pedía disculpas y decía que no lo iba a volver a hacer. Moni tenía que mudarse seguido para que su ex marido no la molestara. Después de dar vueltas por varios lugares, decidió tomar una casa en el barrio General Pueyrredon. No tenía trabajo fijo y para mantener llenas las cinco barrigas, salía a pedir casa por casa. Los martes y los jueves vestía bien a los chicos y caminaba horas golpeando puertas. En un mueble acomodaba lo que conseguía: azúcar, aceite y fideos. También le daban ropa y frazadas. Moni cuenta que le iba bien porque tenía a sus hijos siempre limpios: los bañaba todos los días, los peinaba y no le gustaba que anduvieran con los mocos colgando.
Cuando se inauguró el Casino del Mar fue a buscar trabajo. Mientras esperaba para la entrevista, en un café conoció a una señora mayor que le contó que la habían echado del laburo y estaba en la calle. Moni le dijo que la esperara. Que después se podía ir con ella al Pueyrredón en donde tenía un lugar para que descansara. Cuando llegaron al barrio, prepararon un té. Moni se durmió en la silla. Cuando se despertó, tres de sus hijos habían desaparecido. Pepe le dijo que la señora los invitó a comprar gaseosa y facturas. Que él no quiso ir y que no la pudo despertar. Paco se quedó con Pepe, pero Carla se había ido con Nahuel y Cristal. Moni corrió con los chicos a la decimosexta.
–Esa negra de mierda seguro que los vendió– escuchó Pepe que un policía le decía a otro. Esa “negra de mierda” pensó que lo mejor era llamar a Gladys para que la ayudara en la búsqueda.
En la vieja terminal de micros Carla dormía abajo de un asiento y Gladys la vio. La policía los trasladó a la comisaría tercera. Menos Pepe, Moni y Gladys, el resto se quedaron dormidos en el pasillo. Mientras tanto, la policía insultaba a la vieja de la misma manera que lo había hecho con Moni.
Con todo ese revuelo, el caso llegó a la Justicia de menores, que determinó que una madre soltera y sin trabajo que vivía en una casa usurpada ponía en peligro en sus hijos. El Estado decidió que Paco y Pepe fueran a parar al Hogar Arenaza y las mujeres y el bebé al Gayone. Estuvieron separados un tiempo hasta que Moni logró que los trasladaran al Patronato de la Infancia, en Balcarce. Ahí los maltrataban. Había una celadora que aprovechaba para pegarles cuando los bañaban.
Estuvieron un año en Balcarce. Cuando salieron, volvieron a vivir todos juntos en el Pueyrredon.
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El Nextel de Paco suena seguido. Lo llaman por la cooperativa, para recordarle el horario de una reunión o para preguntarle si tiene porro. Él responde a todas las consultas. Mientras las llamadas no interrumpan la siesta, él responde.
Cuando los Sin Techo marchan a la Municipalidad de Mar del Plata para pedir más trabajo o para que les entreguen los materiales de construcción que les deben, Paco es el que habla con los funcionarios municipales. Les da conversación con sus palabras. Algunas eses menos y un gato se escapan alguna vez. Le gusta ser el referente del barrio y que lo respeten.
–Era el pibe chorro de la esquina y ahora me llaman para pedir trabajo o porque hay algún problema en el barrio.
Lo que sabe de política lo aprendió en la práctica. No le gusta leer y para enterarse de las noticias mira los canales locales. Hasta que se organizó en la asamblea de los Sin Techo, para él las movilizaciones habían sido una oportunidad para ir a Buenos Aires de paseo con su mamá y hermanos, de la mano de algún político que necesitaba filas gordas en sus marchas a Capital Federal.
Mientras se organizaba la toma del 15 de enero, Paco vivía en la casa de la mamá de Cintia: Adriana, la referente de la asamblea. En esa casa se juntaban los sábados. Pero Paco nunca se sumaba. Trabajaba como albañil con Carlos, su viejo. Cuando llegaba a la casa de su suegra y se encontraba con la asamblea se fastidiaba. No le interesaba lo que se hablaba, y si lo toleraba era porque no mandaba bajo ese techo. Era Cintia la que estaba convencida. La que quería una casa para sus hijos. También fue ella la que nunca dudó de Paco. A pesar de que su familia no quería que saliera con él, Cintia siguió adelante con la relación.
Paco se puso al frente de la organización cuando Adriana tuvo que correrse por una enfermedad. Fue después de terminar la construcción de las viviendas que habían ganado. Pero sobre todo, cuando comenzaron a pensar en formar una cooperativa de trabajo propia. Fue en ese momento que sus compañeros lo eligieron como presidente de la 15 de Enero.
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El vidrio estalló en miles de pedazos. Pepe y su amigo sabían que el ruido iba a ser la primera sirena. Tenían que ser rápidos. Eran las seis de la mañana, no tenían un peso y era la última chance de zafar la noche. Pensaron que la heladería que está frente a la plaza de la avenida Colón era un buen objetivo.
Pepe fue directo a revisar los tarros de los helados. También el tacho de basura. “La guita la guardan en los lugares más raros”, pensó. El otro agarró la caja con las dos manos y salió corriendo. Pepe fue atrás.
–¡Chorros hijos de remilputas! –escucharon que gritaban desde un edificio, mientras cruzaban la avenida. Un ruido detuvo a Pepe. Cuando se dio vuelta vio que la caja estaba en el piso y que con el golpe se había abierto. Su amigo estaba parado al lado de la registradora y no se movía. Cuando Pepe se acercó vio el milagro: adentro lo único que había eran estampitas.
Pepe no se hace el poronga por su pasado. Se justifica diciendo que las veces que salía a robar era cuando no tenía un peso. Que no dudaba en conseguir dinero de esa manera si tenía que ayudar en su casa. Que nació para ser libre y que nunca quiso ir a la cárcel. Pero si la necesidad lo apuraba, no lo dudaba. La última vez que robó, entró a un local de ropa con dos más. Todavía vivía con Cristina. No tenía un peso en el bolsillo, a pesar de que trabajaba. Pero su patrón no le pagaba.
En el Pueyrredon como en otros barrios pobres y periféricos de Mar del Plata, robar es común. Algunos dicen que además es inevitable. Otros, que los pibes se envician con la plata y después no los para nadie, hasta que se rescatan, o hasta que los alcanza la cárcel o una bala. A Pepe no le pasaron ninguna de las dos cosas. Pero su relación con el afano fue desde chico. La primera vez que robó fue en el barrio. Entraron con unos amigos y un primo a una fábrica de chupetines de azúcar que quedaba por el barrio. Fue de escruche: entraron cuando no quedaba ningún trabajador. Se llenaron los bolsillos de chupetines y salieron corriendo.
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El viento le movía el pelo y la remera se le pegaba contra el cuerpo. Paco iba sentado atrás, y Diego marcaba el ritmo de la velocidad. Era 23 de diciembre a la noche. Las estrellas brillantes y la brisa fresca son características en las noches de verano. Por la avenida Luro, cerca de la costa y de madrugada, no había muchos autos. Ancha y sin obstáculos, la calle se presentaba como una pista en la que deslizarse. Y eso fue suficiente para que Diego apretara a fondo el acelerador y los semáforos fueran una luz más entre las marquesinas de los teatros. El choque fue inevitable. El auto los tocó en la parte de atrás. La moto dio un giro, se doblaron los fierros y la rodilla izquierda de Paco quedó entre la moto y el auto. Tendido en el piso gritaba del dolor. Se miraba la rodilla y veía sangre y carne. Un payaso que animaba en la rambla justo pasaba por ahí. Paco solía dar vueltas por el centro y se reía con sus espectáculos callejeros. Cuando vio el accidente, el hombre de zapatos grandes se acercó a ver qué pasaba mientras otros llamaban a la ambulancia.
–¡No te duermas pibe! ¡No te duermas! ¡Dale loco, aguanta, dale! –insistía el payaso. Pero Paco no estaba ni cerca de dormirse. El dolor impidió que el sueño repose en el cuerpo. Un viejo que vagaba por la calle encontró la zapatilla de Paco tirada por el piso e intentó ponérsela en el pie. Apurado, el hombre le levantó la pierna. El grito rompió el ruido de la noche de verano.
Estuvo una semana en el Hospital Interzonal. Le pusieron dos clavos en la rodilla y lo dejaron salir el 31 de diciembre.
El destino de Diego fue menos afortunado. Lo mató la policía cuando intentó robarle 600 mil pesos al dueño de las estaciones de servicio Oil. Una emboscada mal planificada que terminó con el cuerpo de Diego tendido sobre la avenida 39. Así como Diego, otros amigos del barrio se fueron muriendo. En accidentes de moto, en disputas con otros pibes del barrio, o en manos de la policía. Sin contar los que quedaron presos, encerrados por años. No es bueno acostumbrarse a los funerales con menos de 25 años. O eso dicen los ojos de Paco. Para él la vida también es un trofeo que tuvo que ganarse. Por lo menos eso pensó cuando una bala de la policía le destrozó el bazo. Paco tenía 14 años. Trabajaba de albañil con su papá en Santa Clara del Mar. Estaba cansado de ese trabajo. Fue al supermercado Toledo que está sobre la avenida Peralta Ramos. En un tiempo Pepe cuidaba autos ahí. Pero ese día no estaba. Paco cayó tendido en la vereda cuando intentó entrar a robar. Quedó rodeado de vecinos que le decían al policía “matalo, matalo”. Cuando despertó en el hospital le salían tubos por todos lados. Un policía no le sacaba el ojo de encima ni para ir al baño. Como estaba muy malherido le dieron arresto domiciliario para que su vieja lo cuide. La herida la curaron con jabón blanco y azúcar, que ayuda a que las heridas se cicatricen rápido. Cuando se recuperó comenzó a salir de nuevo. En moto con amigos por ahí. Pero una vez le salió mal. La policía lo encontró y lo mandó a La Plata a un instituto cerrado. Pasó unos meses largos en ese lugar hasta que le dieron salidas los fines de semana y nunca más volvió.
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El Centro Cultural América Libre parecía un centro de refugiados. Colchones por todos lados, niños llorando y colas para ir al baño. Gente que entraba y salía a cada momento. Olor a cigarrillo y salsa de tomate para los fideos. Un televisor prendido en un esquina, con tres o cuatro personas alrededor todo el tiempo.
La toma de viviendas terminó el 17 de abril de 2009 cuando la policía desalojó a las 50 familias con perros, balas de goma y gases lacrimógenos. Se llevaron detenidos a decenas de militantes, el abogado de las familias y tres periodistas.
Desalojar el predio fue lo más fácil. En cinco minutos adentro de las casas no había nadie. Pero la represión siguió a través del campo que lindaba con las viviendas. Las mujeres corrían con los chicos y los varones intentaban hacer más lento el tranco de la montada. A un policía lo bajaron del caballo. Le lastimaron un ojo y le quitaron el animal y el casco como trofeo de guerra. Volaron piedras, que tiraban con las manos o con gomera. Los que pudieron se refugiaron en la casa de Adriana. Otra vez estaban todos en la vereda. Las familias que no tenían adónde ir fueron alojadas en el América Libre, un edificio tomado que funciona como centro cultural.
Al día siguiente del desalojo las movilizaciones se recrudecieron. Se organizaron festivales de bandas, maratones de teatro y tomas del Municipio. Tres meses después, la asamblea de vecinos logró que el Estado municipal le cediera tierras fiscales para edificar 41 viviendas, y se gestionaron los recursos económicos ante el Gobierno provincial para que cooperativas de organizaciones sociales construyeran las casas. En una primera etapa, la cooperativa de los Sin Techo no existía. Así que, los que querían trabajar fueron absorbidos por las cooperativas de las otras organizaciones. Paco y Pepe consiguieron trabajo. Uno como albañil y el otro como sereno. Cuando armaron la cooperativa 15 de Enero las 41 viviendas habían sido terminadas.
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La casa de Pepe es la número 41. Tiene tres habitaciones. Una de Gabi, su hijo, otra de él, y una tercera en la que siempre hay algún amigo que busca refugio. Hasta hace un tiempo estaba el Picudo con una pata enyesada. Después Carlitos y su hija. Ahora se refugia una vecina del barrio que se fue de su casa luego de terminar en el hospital por la paliza que le dio su ex pareja.
La mesa de la cocina a veces está y otras no. Quizá la prestó a algún vecino que tarda en devolvérsela. Con las sillas se repite la misma secuencia. Adelante de la puertaventana que tiene el vidrio roto puso un mueble con el equipo de música, papeles y algún brazo de un muñeco o la parte de atrás de un camión. De una de las vigas del techo cuelga una bolsa para practicar boxeo que Gabi usa como liana. Siempre hay sifones de soda debajo de la pileta de la cocina y algún amigo o vecino tomando cerveza, aunque Pepe no esté adentro. Casi nadie golpea la puerta para entrar ni pregunta si se puede fumar uno. Pero no siempre el dueño de la casa se toma esas actitudes con gracia. Se cansa de que le copen la parada aunque se olvida de eso en cuanto se sentó en el sillón con la botella verde de fernet “Chabona”.
Pepe no suele salir del barrio. De día trabaja y de noche se queda en su casa mandando alguna con algún vecino. También pasa mucho tiempo en la casa de su mamá. Ella le hace de comer y suele limpiarle la casa.
Cuando termina de trabajar en la cooperativa se tira a dormir una siesta. Sobre todo en invierno, cuando hace mucho frío. Con la tele prendida a todo volumen se queda el resto del día tirado en la cama. Como no tiene celular, si esa tarde tenía una reunión es probable que no vaya porque se quedó dormido, o simplemente se olvide de su responsabilidad. Paco suele cagarlo a pedos y le insiste con que no se cuelgue.
Pepe participó de la primera toma y fue uno de los que insistió con que había que volver a entrar y tomar las casas. En ese primer intento por recuperar el predio, fue unos de los voceros que hablaron con los funcionarios de la Municipalidad. Dentro de la organización los hermanos cumplen tareas diferentes. Porque Paco impone respeto. Parla con los funcionarios y es práctico para resolver situaciones en la cooperativa; y Pepe suele ser más colgado, pero tiene un pensamiento más político y mantiene las relaciones con otras organizaciones barriales. Tiene la lucidez política que nace de la calle, no de los libros o la formación.
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Es sábado a la tarde y adentro del Centro Cultural y Social que tienen los Sin Techo en el barrio, se reúne la asamblea de la organización. Tienen un temario del día. Paco y Pepe están adentro resolviendo cuestiones del barrio. La conexión de gas aún no está hecha y se complica en el invierno conseguir las garrafas sociales de 16 pesos. Van a tener que movilizar al Municipio para hablar con algún funcionario que se comprometa a acelerar los trámites con la empresa que distribuye el gas en la ciudad. Además hay cuestiones de la cooperativa. Están construyendo cuatro casas para compañeros de la organización que la vienen esperando desde 2009. Comprar los mejores materiales, ponerse pillos para que no queden mal las terminaciones y trabajar rápido para terminar antes son frases que vuelan por la asamblea.
El trabajo en la construcción es duro porque son ocho horas a la intemperie. Agachar el lomo todos los días hace que duelan los huesos de la espalda y en las manos se formen cayos. El sol, la cal y la tierra secan la piel, y el viento frío de la mañana entra a través de la campera.
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La noche los encuentra en la calle. Llueve. Están tapados con una lona. Vuela por el aire el humo de los cigarrillos y de las gomas que se quemaron durante el día. Los Sin Techo están en la puerta de la Municipalidad acampando con otras organizaciones. Le exigen a las autoridades locales más puestos de trabajo para las cooperativas. A Paco y Pepe les tocó hacer guardia de noche. Durante la vigilia hablan de política y de cuestiones del barrio. Cerca de las siete de la mañana se empiezan a despertar los compañeros. Mate cocido, té y mate con pan para el desayuno. Esperan que durante la mañana algún funcionario dé respuestas a sus reclamos. Llevan casi cinco días durmiendo en la puerta de la Municipalidad. Desde el día que instalaron las carpas, unos ocho policías custodian la entrada al edificio público. Joaquín y Gabriel, los hijos de Paco y Pepe, tocan el bombo junto a otros chicos del barrio. “El policía es un botón que con un fierro y una chapa…” le cantan en la cara a los uniformados. Los Sin Techo los rodean mientras acompañan el canto con aplausos. La vida sigue siendo un trofeo que tienen que ganarse.