El escándalo como espectáculo, la corrupción como sistema

El escándalo en el Concejo Deliberante continúa. El centro del debate no debería ser si lo protagonizado por Vilma Baragiola fue o no un caso de corrupción, sino qué hacer frente al hecho de que esta práctica, común a muchas  fuerzas políticas, se desnude cotidiana.

HCD desvirtuado

 Foto: Romina Elvira

Hacía tiempo que en Mar del Plata no aparecía un escándalo político como el que protagoniza, desde mayo, la dirigente radical Vilma Baragiola. Paradójicamente, más allá de la impugnación moral, todos coinciden en que desde el punto de vista jurídico no hay un delito en el video aportado por el sindicato de Camioneros. Es cierto que no se ve un pedido de coima explícito; estrictamente, se trató de un pedido de apoyo político y económico para la campaña electoral, a cambio de un posicionamiento del bloque de la UCR en relación a un expediente de interés para el sindicato (la aprobación de una excepción para la demolición de un patrimonio arquitectónico de la ciudad).

Ya importa poco si lo que ocurrió fue legal o ilegal. Lo que sacudió las cosas es la explicitación descarnada de una práctica donde el interés partidario operó como un fin, con pretensión de justificar cualquier medio. Nicolás Maquiavelo lo había resuelto cuando separó la política de la ética, y casi todos tomaron nota: en política vale todo. Pero ahora se rompió una condición: no debía verse.

La pregunta es por qué una transacción que es tan común en las prácticas de todos los partidos que actualmente cumplen funciones en el Concejo Deliberante, asumió el carácter de escándalo.

El escándalo como espectáculo

Existe una combinación de elementos que le dieron al hecho cierta espectacularidad: que la denuncia haya surgido de boca de la dirigente sindical Eva Moyano (hermana de Hugo Moyano), que la acusada sea la candidata a intendente favorita según las encuestas y, sobre todo, que se haya hecho público un video tomado a través de una cámara oculta (el formato audiovisual es el más poderoso constructor de verdades). La mayoría de las repercusiones surgidas, luego de que la web de noticias loquepasa.net difundiera la denuncia de Eva Moyano y el portal digital 0223 diera a conocer la cámara oculta, se mantuvieron en la superficialidad de la cuestión, cuando no en el silencio.

Baragiola se defendió con un “la política metió la mano”, en un tímido intento de victimización, y ofreció la renuncia de su secretario, Antonio Constantino, el más expuesto en el video difundido. Por su parte, el intendente Gustavo Pulti planteó que “no es un tema político” y los jefes de los bloques de Acción Marplatense, el Frente para la Victoria, el Frente Renovador y la Agrupación Atlántica emitieron un comunicado conjunto en el que le exigieron a la UCR que resuelva “la crisis institucional” y que “devuelvan la normalidad en el marco democrático de las diferencias y acuerdos aceptables”. Finalmente, el Concejo Deliberante formó una comisión especial investigadora, que en su informe consideró el hecho como una «falta grave». Sólo resta el descargo que hará en estos días la presidenta del Concejo.

En el plano mediático se osciló entre la emoción sensacionalista de estar ante un watergate (algunos llegaron a hablar de “vilmagate”), y la negación de la situación como hecho noticiable, como fue el caso del multimedio La Capital, que decidió silenciar el tema todo el tiempo que pudo.

Es muy tentador -y algunos políticos y ciertos medios cayeron en esto- querer construir, a partir de esta denuncia, un resonante caso de corrupción. Sobre todo en una ciudad como la nuestra, en la que la visibilización de hechos de este tipo ha sido excepcional (uno diría que no es por la honestidad de nuestros funcionarios, sino por la inexistente investigación periodística y judicial sobre estas cuestiones).

La sensación que da, es que el caso parece ser utilizado más como “chicana”, en el caso de los políticos, y como entretenimiento, en el caso de los medios. Todos saben que, en el fondo, la corrupción es algo más profundo y tiene un carácter sistémico, estructural.

Lo grave es que la presentación del “escándalo político” como espectáculo escamotea una realidad que nadie quiere ver ni que se vea: lo de Vilma Baragiola no fue una excepción, sino una norma. Darle tratamiento espectacular a un hecho de estas características contribuye al escamoteo. El aporte periodístico verdadero no es tratar de mostrar esto como un “vilmagate”, sino advertir que quedó al desnudo una práctica política cotidiana, que resulta a todas luces condenable.

Antipolítica de la corrupción

La corrupción ha sido analizada por cientistas sociales en su dimensión cultural, social, política y económica. Resulta un tema difícil porque requiere asumir, en primer lugar, que la misma (incluida su crítica) posee cierta condición anti-política. Por ser inadmisible éticamente, no puede entrar en los cálculos de la gestión pública. El “roban pero hacen” es intolerable, puesto que nadie sensatamente puede posicionarse incluyendo en el “debe” y “haber” de un funcionario el soborno. Puede apoyar una buena política y rechazar otra desacertada, lo que no puede es considerar la coima dentro del balance: a la coima se la rechaza sin concesiones. De este modo, necesariamente estos hechos quedan desplazados por fuera de la valoración completa de un funcionario, dirigente o gobierno. Es esa potencia cancelatoria de la corrupción la que explica su carácter antipolítico[1].

La crítica superficial de la corrupción, como de la que estamos siendo testigos, no necesariamente aporta a construir otro paradigma de la gestión del Estado; también puede -conciente o inconcientemente- abonar un sentimiento anti-estatal, anti-político y liberal. No casualmente en nuestro país la corrupción como preocupación social instalada tiene su pico más alto durante la década neoliberal. Paradójicamente, no fueron las denuncias contra el menemismo las que la instalaron, sino algo que ocurrió antes: el propio menemismo se valió de un discurso anticorrupción para desacreditar la gestión estatal de empresas y recursos y preparar las bases de su privatización masiva.

Con el tiempo, y como buena hija del neoliberalismo, la corrupción devino espectáculo y, como tal, sigue planeando en la superficie de las problemáticas sociales y públicas. Tal es así, que muchos estudios demuestran que si bien entretiene a las audiencias de medios, no mueve el amperímetro electoral. Un ejemplo claro de esto fue el de Menem, quien ganó su reelección a pocos meses de que estallara la denuncia más grave de corrupción en su contra, la de la venta ilegal de armas a Croacia, por la cual fue recientemente condenado.

Colaboración y vuelto

Nos guste o no, y se diga o no se diga, la transacción de favores en la política pública es una práctica común. No hace falta una cámara oculta para saber que los partidos y dirigentes políticos piden apoyo a cambio de favores que pueden ofrecer desde su lugar en la gestión estatal. Es condenable, sin dudas, pero es ingenuo pensar que estamos ante algo extraordinario. Basta con conocer el financiamiento de las campañas para entenderlo. Según un informe de la fundación Poder Ciudadano, la declaración de los partidos ante la Justicia Electoral indica que para la campaña 2013, sólo en la provincia de Buenos Aires, cada lista de candidatos gastó entre 2 y 22 millones de pesos, según el caso. (Aclaración necesaria: vamos a ser muy generosos para creer en estos datos, porque -para tener una idea- sólo el famoso spot publicitario “Menem lo hizo”, que salió en televisión en 1999 y tuvo una controversia judicial que lo sacó del aire al poco tiempo, tuvo un costo de 19 millones de dólares; según el informe de Poder Ciudadano de esa elección, en esa misma campaña presidencial, solamente Duhalde y De la Rúa declararon un gasto de 100 millones de dólares en tres meses). Volviendo al informe, el mismo detalla que el 70% de estas “donaciones” provinieron de sectores privados. Otro dato: en la provincia de Buenos Aires, la Ley electoral fija como límite a los aportes que puede hacer una persona o empresa a un partido político, la suma de $692.881 por año calendario. Ahora la pregunta: ¿Es posible explicar este apoyo millonario del sector privado a las campañas electorales si no es a cambio de políticas de Estado que los favorezcan? ¿Hay otra posibilidad, en el sencillo espíritu de los hombres de negocios, que no sea la de pensar con la lógica del capital, es decir, pretendiendo que la inversión siempre traiga aparejada un beneficio material posterior? Y ahora: cuando un sindicato o cualquier organización colabora con la campaña de un partido, ¿No espera también una retribución a cambio?

La potencia de fondo de lo ocurrido acá no está, entonces, en las elucubraciones que nos exigen que hagamos sobre el futuro político de Vilma Baragiola. La pregunta es qué hacemos con lo que desnudó burdamente este hecho: ¿Nos quedamos pensando en si la candidatura de Baragiola sobrevivirá o no al escándalo, o pensamos qué hacer con la sistemática lógica de las transacciones, tan cotidiana en la vida política de nuestra ciudad?

 

[1]   [1] La idea es del antropólogo Alejandro Grimson, citada por José Natanson en Le Monde Diplomatique Nº 170.

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