La segunda vida de Hernán Casciari
Luego de sentir el aliento de la muerte en la oreja, decidió volver a la Argentina, dejar de fumar, hacer teatro y escribir cuando quiere. Dice que su vida hizo un salto hacia una línea temporal distinta tras el infarto. Mientras trabaja en la nueva Orsai, habla de literatura, política y crisis.
Fotos: Jerónimo González
—Lo que te voy a decir tomalo con pinzas.
Es lo primero que dice y parece una advertencia literaria. Hernán Casciari está sentado en un sillón tomando té. Tiene los ojos abiertos pero parecen cerrados, por momentos da la sensación que lagrimea, pero tampoco, es el efecto de su mirada a través de la luz tenue del hall del hotel.
—Creo que me morí y pasé a una vida paralela, que es la vida que yo hubiera tenido si en el año 2000 no me hubiese ido a vivir a España. Me desperté de ese lugar, en Villa Urquiza, que es donde vivía antes de irme y es donde vivo ahora.
La voz de Casciari es un susurro que suena detrás de una sonrisa. Es difícil darse cuenta si improvisa o si preparó una historia para contar, una que agrega detalles espectaculares. Es el riesgo de hablar con un escritor, en especial con uno que trabaja sus relatos a partir de sus propias experiencias.
—Soy un poco menos gordo en esta nueva línea temporal. No fumo, antes fumaba como un escuerzo. Yo estaba casado y tenía una hija. En la anterior vivía de noche y escribía todo el tiempo. En esta vida escribo un poco menos y soy actor, o algo parecido. Es como estar en una línea temporal distinta a la que precipitó el infarto.
El infarto sucedió en Montevideo a fines del año pasado. Casciari narra las piruetas de esa noche en un texto que tituló Huéspedes y anfitriones. Cuenta que era el primer domingo caluroso de diciembre y que era feliz cuando empezó a arderle el pecho. Y aunque eligió pensar que era acidez, en el fondo sabía que los pinchazos estaban en el corazón. Después se le durmió el brazo izquierdo y la respiración se volvió fría. Es un infarto, le gritó a su novia Julieta. En el hospital le salvaron la vida. Ahora dice que se siente bárbaro, como cualquier persona a la que le dan una segunda oportunidad. Incluso asegura que fue una experiencia divertida, salvo por esos cinco minutos que sintió el aliento de la muerte atrás de la oreja.
Entonces ocurrió el cambio sobre sí mismo y surgió Una obra en construcción, un experimento teatral con su familia donde no hay ensayos, apenas un libreto mínimo para guiar la participación de cada uno y contar la realidad misma. Como salga y sin filtro. A su primo lo había visto cuatro veces en su vida, por ejemplo, y con su madre jamás se había imaginado hacer algo así. “Este espectáculo iba a durar dos viernes. Pero los teatros se llenaron. Los lectores más fervorosos van a cualquier pelotudez que armo, pero ese grupo se agota. Esto fue más allá. Igual, tampoco es que soy un boludo todo el tiempo. Primero no sé por qué hago las cosas, después las pienso y aprendo”, dice.
—¿Cómo te llevás con el personaje de Casciari?
—Lo que estoy haciendo no es muy diferente a escribir. Siempre soy un personaje cuando escribo, además estoy en contacto permanente con los lectores, la persona y el personaje se mezclan todo el tiempo. Hasta cuando contesto un mensaje me confundo si soy yo o soy como el otro prefiere que sea. Finalmente no hay nada. Ya está, ahora digo lo que me sale porque es lo mismo. Ya no hay más personaje, ni arriba ni abajo del escenario.
—Sospechaba que esta forma de hacer teatro era una manera de reinterpretar tu propia literatura…
—Eso sería muy estratégico y no fue así. Es muy difícil, al menos para mí, armar algo donde se involucren catorce personas con una puesta tan diferente.
El teatro le permite hablar ligero, como si no le importara casi nada. Pero cuando cambiamos de tema y nos acercamos al mercado editorial el tono es distinto. Casciari es un tipo que vende, tiene más de diez libros editados y por lo menos dos están cerca de ser best seller. Sin embargo sabe que las reglas cambian, que el mercado está saturado y que los números de ventas son impredecibles. Sólo en Argentina se edita un libro cada quince segundos. En 2015 se editaron 29 mil títulos nuevos. Aunque parezca joda, lo que está en discusión son los metros cuadrados en las librerías. Ni siquiera hay lugar para mostrar tantas novedades.
—¿Qué posibilidades hay de hacer un producto literario exitoso entre tanta oferta?
—Si la persona que escribe ese libro sale en la televisión hablando del cerebro, funciona. Así hay que hacer, esa es la manera. Dentro de dos años no será el cerebro, será el hígado, no sé, ponele. O las historias de vampiros. Cuando vos la pegás, o tu editor te sugiere que escribas sobre el cerebro, es porque se viene la moda del cerebro y el libro va a funcionar. Es un circuito de pelotudos haciendo pelotudeces. ¿Qué es lo que molesta de esto? O mejor: ¿qué es lo que nos molesta a nosotros que supuestamente somos más inteligentes o más sensibles? Nos molesta porque nos da la impresión de que nos sacaron el juguete.
—¿Juguete?
—Nuestro turno de divertirnos. En los sesenta lo usaron muy bien Cortázar y Vargas Llosa. Ahora que venimos nosotros, la generación que llega después de eso, encontramos que está Ari Paluch en ese lugar. Y es mentira, es una ilusión óptica, ellos no están ocupando ese lugar. Nosotros no estamos ocupando el que tenemos que ocupar. Nosotros no tenemos que estar en la góndola del supermercado, entre los libros de autoayuda. ¿Por qué estamos hablando de esto? Hay gente que pone un tapial ahí en lugar de perder energía hablando de esto. Ahí no va a haber nunca un gran éxito. El gran éxito es de ellos, tres millones de personas leyendo lo mismo. Hoy no podés buscar tres millones de personas leyéndote. Sí podés buscar una comunidad pequeña, fervorosa, linda, copada, hermosa. Lo que pinte, lo que haya. Hay que tocarle a guitarra a ellos.
El estilo literario de Hernán Casciari está apoyado en la velocidad de lectura, sus textos son dinámicos y esa característica es propia del soporte que lo lanzó al estrellato: el universo digital. En periodismo, los temas que definen la agenda de los grandes medios se eligen, entre otros factores, por el caudal de visitas y el rebote que consiguieron en las redes sociales. Si lo que genera tráfico es una discusión sobre el color de un vestido, bien, hacia ahí va el barco. No hay nada que quede por fuera del criterio-google-analythics. La literatura online, si se piensa con espíritu comercial, la tiene fácil para saber qué es lo que más se lee. Humor, drama, breve, extenso, bla, bla, bla. Los números pueden forzar un estilo. Un no-estilo. Un estilo al fin.
—¿Cómo pensás los temas de tus cuentos? ¿Te interesa seguir la respuesta del público en el blog Orsai?
—Me interesa, pero no me funciona así. Al menos yo no tengo la pericia suficiente para parecer espontáneo si estoy siendo un careta. Eso funciona en el otro mundo, en el marketing que no es real, en el mundo de la mentira. Viste que hay gente que sigue poniendo productos con precios tipo 99,99. Hay gente que sigue creyendo que no hay que poner el 100 porque supuestamente la gente piensa que es más barato. Hay un mundo donde las cosas son esa garcha pelotuda.
[Nota mental: Casciari suena enojado]
—Y hay otro mundo donde se pone 100 y te ahorrás dar cambio. Yo soy del 100. No estoy pensando antes. Eso es aburrido y tonto. Entonces escribo lo que tengo ganas de escribir y cuando no tengo ganas de escribir no escribo. Así de simple. En este momento no estoy con ganas de escribir, hace tres meses que no escribo. Y listo, no escribo. Eso no se puede forzar.
—¿Cómo encontrás tu propio ritmo y tus propias ideas?
—Tengo en mi cabeza dos momentos. Hasta los 31 años escribí muchísimo. Y eso es todo una garcha. Lo poquito que no desapareció de esa época, que lo tengo guardado en unos archivos, no lo reconozco. Sólo reconozco las ganas que tenía de ser escritor y de cagar más alto que mi culo. Quería ser inteligente. Ahí había cosas que no estaban mal, pero eran tan falsas que estaban mal. A los 33, cuando empecé a escribir por internet, que todo me chupó un huevo, y empecé a escribir boludeces cómicas chiquititas, y me encontré con lectores de eso, y empecé a escribir de otra manera… nunca más sentí vergüenza. Pasaron ya quince años y cuando voy a buscar esos textos viejos no me gusta lo que dije o me encuentro pensando cosas que ya no pienso. Sin embargo, respeto la verosimilitud de eso. Me avergüenza cuando algo que escribí es falso porque me estaba haciendo el inteligente.
Casciari me mira, se acomoda en el sillón, sube el cierre de su buzo verde con capucha y sigue: “Toda mi mirada, desde Más respeto que soy tu madre en adelante, no me avergüenza. Tal vez en 2004 era más machista que ahora o decía cosas a las cuales ya no suscribo, pero la clave está en que dejé de engañarme”.
—¿Cuánto eliminás de lo que escribís?
—Nada.
—¿Y cómo corregís?
—Cuando considero que terminé de escribir me alejo del texto por veinticuatro horas. Al otro día, más fresco, hago la corrección integral. Lo que me sucede en ese proceso es que el primer párrafo nunca es el primer párrafo. Ahí descubro cómo empieza y cómo termina. Y descubro que siempre el texto es más largo de lo que tiene que ser, entonces borro palabras y frases completas. Después lo subo o lo mando, según el caso.
—¿Cómo es el proceso antes de sentarte a escribir?
—Ahí sí trabajo mucho. Cuando tengo una idea y sé lo que quiero contar me detengo a pensar sin escribir una sola palabra. Me pregunto qué quiero contar y por qué lo que quiero contar. El disparador es algo que por alguna razón me hace un nudo en la garganta o me hace cagar de risa cuando lo pienso. Siempre es un momento. Después lo visto de tal manera que eso quede en el medio como un placebo. Yo te doy un sánguche de jamón que en el medio tiene una pastillita que tiene que causar lo que yo quiero que cause. No me importa tanto el cuento. Entonces, todo ese envoltorio, ese sánguche, lo pienso, para que vos en el párrafo siete llores. Todo eso lo voy determinando en el proceso de pensar. Sé cuál es la pastillita, no sé cuál es mi voz, a la voz la trabajo cuando me siento a escribir. Lo más importante es que yo tengo que llorar cuando escribo en la parte en la que hay que llorar. Si no lloro tengo que volver a empezar. Voy para atrás y tomo envión. Y así hasta que funciona.
—Eso es de loco.
—Cuando realmente sale bien no hay lectura posterior en la que no llore.
—¿Lo mismo usás para el humor? ¿Vos te tenés que reír?
—Lo mismo. Exacto.
—¿Y cómo hacés para equilibrar lo emotivo, el cuento de llorar, sin empalagar?
—Le meto chistes.
—O sea, el humor equilibra lo emotivo.
—A mí me gusta eso. Me divierte como lector. Te estoy contando una chistosa con una mano y con la otra te voy metiendo en un lugar, en un escenario, sin que vos te des cuenta. Y ese escenario en algún momento baja, pero ya estás adentro. En el momento de pegarte la trompada vos no tenés que estar atento.
—Te escucho muy analítico de tus propios textos. ¿Cómo sos leyendo? ¿Estás buscando la hilacha?
—Trato de no ponerme tan pajero y disfrutar. Leyendo La uruguaya, de Pedro Mairal, por ejemplo, me doy cuenta de cómo avanza en velocidad el relato y de cómo soluciona las situaciones. Pero el texto es bueno, entonces te gana y te lleva. Si estás todo el tiempo leyendo lo que el autor está haciendo leés otra cosa, leés los hilos. Si leo los hilos es porque estoy aburrido y me quiero ir a dormir. Seguro que ese libro no lo voy a terminar.
El diálogo viene fenómeno, en un carril de preguntas livianas. Sumo una, en tono despojado, y me olvido que a veces las preguntas livianas pueden ser también las más incómodas.
—¿Cómo te llevás con tus crisis?
Casciari me mira y cambia el gesto. Mueve la boca apenas. Abre los ojos apenas. Contrae el cuerpo apenas. Todos esos apenas me dicen que no esperaba esa pregunta. O que no le gusta demasiado. No sé por qué. Y no se lo voy a preguntar. Simplemente hago silencio porque quiero escuchar la respuesta.
—Si me lo preguntabas hace siete meses te hubiese respondido que mi última crisis fue en 1999. Ahora te puedo decir que mi última crisis duró siete u ocho años y terminó con un infarto. Yo pensaba que tenía controlado el tema de las crisis, pero estaba en el medio de una sin darme cuenta. Así que por lo visto no lo controlo ni me llevo nada bien las crisis.
—¿Cómo impacta eso en tu obra?
—Supongo que hay varias maneras de capitalizar una crisis. Una es cuando capitalizás y pasás a otro estadio que puede ser la calma que sobrevuela al huracán. Y en ese momento te ponés a escribir sobre eso. He vivido esa forma. Y otra es trabajar adentro de una crisis. La más grossa que tuve fue personal, no fue una crisis del oficio. De hecho, creo que no descubrí que estaba en crisis porque me estaba yendo muy bien. Y es muy complicado hacerte cargo de una crisis cuando todo lo demás va bárbaro. Pareciera que te estás quejando de lleno. Cuando las crisis son personales, en mi caso, le hacen muy bien al oficio. Porque estoy al cien por cien involucrado en algún asunto para no prestarle atención a lo otro. Tengo que hacerme creer que estoy creando, que estoy generando, cuando en realidad me estoy muriendo. Y eso fue lo que pasó. El corazón se rompió de eso, de todo lo que no estaba pasando. Creí que había domesticado a la crisis, pero nada que ver. Era la crisis que hablaba y me decía: No existo.
—¿Agudizaste la sensibilidad después de morirte?
—No sé.
La voz se le disuelve en la última letra. Por eso repite.
—No sé.
Esta vez las dos palabras se pierden atrás de un silencio que se estira en el espacio.
—Estoy en un proceso de comprensión. Por ejemplo, cuando pasó lo del infarto dejé de fumar inmediatamente después de 34 años.
—¿Fumar cuánto?
—Fumaba armado… creo que más que cuarenta puchos por día.
Casciari asegura que dejar de fumar no le costó, estaba más preocupado por su escritura, estaba seguro de que no iba a poder escribir nunca más. Pero pudo. Fuera de todo pronóstico, pasaron meses y las ganas de fumar no volvieron. “Ahora te lo puedo decir, descubrí que no soy fumador. Ya no es una cuestión de que un día no tengo ganas de fumar. Siento que no fumé nunca. Es muy raro. Estoy procesando esa información. Y estoy así con todo. Con veinte millones de cosas. Estoy en un huracán y está bueno. Es muy loco”.
Si hay algo que Casciari logró con sus cuentos fue redimensionar temas populares, gastados, agotados. Logró escribir sobre el gol de Maradona a los ingleses y decir algo nuevo. Ya pasaron treinta años de ese gol. Junto con el atentado a las Torres gemelas debe ser la secuencia de imágenes más vista de los últimos cien años. De ahí surgieron canciones, libros, artículos periodísticos, pintadas en la calle, tatuajes, banderas, hasta iglesias. Sin embargo Casciari paró la pelota y logró lo que parecía imposible. El cuento se titula 10,6 segundos y narra qué ha sido de la vida de cada uno de los jugadores que estuvieron implicados en la jugada cósmica del diez.
Estuvo un año para escribirlo. Estaban almorzando él, Pedro Mairal y El Chiri, su amigo de toda la vida. Hablaban de fútbol, de los mundiales.
—Me parece que cuando Valdano va siguiendo la jugada de Maradona esperando el pase y el pase no le llega, en ese momento decide ser escritor— dijo Mairal.
A Casciari le pareció una idea genial. Entonces agregó: “A todos los que estuvieron involucrados en esa jugada, esos diez segundos les cambió la vida para siempre”. Ahí nomás empezaron a desarrollar el texto en el aire. Chiri se comprometió a investigar sobre los jugadores. Siete meses después, Casciari se sentó a escribir y a encontrar el tono. Lo único que le sugirió Chiri fue que el final sea como el de El Alpeh. Después fueron marcando la fórmula: no nombrar a Maradona. Sin embargo, con cada mayúscula capitular, a lo largo de los párrafos, se forma el apellido.
—¿Por qué elegiste un tema tan popular, tan común, tan trabajado, tan todo?
—Fue un trabajo de a dos y tardó una bocha de tiempo. Nunca entrás al lugar común con conciencia. En realidad es con mucha inconsciencia, porque si a priori llego con la idea de escribir otra vez sobre el gol de Maradona a los ingleses, mi editor me la va a bajar. Nosotros fuimos inconscientes. Es la única manera.
—¿Y el cuento Messi es un perro?
—Ese también va a un personaje muy popular, es verdad, pero tuvo una estructura narrativa completamente distinta. Ese cuento lo escribí en veinte minutos. Es tal cual lo que dice el cuento, vi un video en el que lo estaban agarrando y se lo conté a mi primo mientras ocurría. “Yo tenía un perro que miraba así…”. El chabón se empezó a cagar de risa. Ahí estaba el cuento. Lo escribí y lo publiqué.
Casciari ahora se ríe. Y su risa me da el pie para soltar una pregunta bien lejos de la literatura.
—Quiero hablar con vos de política argentina. ¿Cómo la ves?
—¿Qué querés que te diga? Está Macri. Estoy triste. Claro, obvio. Estoy en contra de la derecha. No me importa ni cómo se llama la derecha. No tengo mucho para decir. Sólo puedo asegurar que me gustaría que no fuera así. La política me aburre, me da vergüenza ajena y propia. No es mi palo y no me hace feliz.
—¿Sos de dialogar de la actualidad? ¿Te interesa estar al día?
—Trato de estar al tanto de todo pero también de tener una mirada extraterrestre. Mirar el macro. Sé que la discusión en el chiquitaje es intrascendente. No importa tanto si está tal o cual ministro ahora, si dijo esto o lo otro con respecto al tema que salió en tal diario. Son pavadas. En la lectura macro esto es una garcha. Eso lo tengo clarísimo.
En Revista Orsai, Casciari reunió a un seleccionado de dibujantes y plumas notables que se mantuvo en movimiento desde España para todo el mercado de habla hispana, siempre bajo la bandera de respetar a ultranza el trabajo de los artistas y el lugar del lector. Nada de publicidad, nada de contratos basura. La revista duró dieciséis números. Tres años. Las cuentas se complicaron y la distribución era una odisea. Pero vuelve: marzo de 2017. Confirmadísimo.
—Vuelve Orsai… ¿Qué pasó?
—Nos aburrimos de hacerla por Skype. Volvemos con todas esas plumas y por todas esas plumas. Va a ser una revista de entre 500 y 600 páginas. Hasta ahora, vamos a hacer una sola, para ver cómo respira el público y cómo funciona la preventa. De ahí veremos cómo generar cierta rentabilidad que no dependa de mis ahorros. Antes tirábamos la casa por la ventana. Ahora vamos a ver. Igual creo que va a estar todo bien. Aprendimos muchísimo. De logística especialmente, de impresión, de soporte y de curación. Ya cometimos todos los errores que podíamos cometer, por eso creo que podemos hacer una segunda etapa con muchísima más claridad conceptual.
La tetera está fría y vacía. El invierno pinta de gris plata las olas que explotan contra la escollera y casi salpican las ventanas del hotel. Casciari me asegura que las imágenes que se lleva del mar y de la rambla lo van a empujar a escribir una buena historia. Se le disparó un recuerdo de su infancia, me dice, cuando pasaba sus vacaciones en Mar del Plata a fines de los setenta. No sabe qué va a escribir, ni cómo. En esa mirada de ojitos redondos semicerrados se ve que está en busca de su propia voz. Otra vez.