¿Quién dijo que no hay negros en Rumencó?
A 15 kilómetros del centro de Mar del Plata, un paredón verde separa a los ricos de los pobres. Sin embargo, adentro y afuera hay cosas en común: en el country más viejo de la ciudad también se precarizan trabajadores y se evaden controles de la Afip y el Ministerio de Trabajo, para no regularizar a quienes sirven, barren, y hacen la cama.
Fotos: Pablo González
A 15 kilómetros del centro, en la zona sur de Mar del Plata, hay un campo de refugiados. Sí, como se lee: un campo de refugiados. Pero no de esos que se ven en las películas o los noticieros, cuando una guerra expulsa a un pueblo de su lugar. No, no. Acá es diferente. Se trata de un predio para la protección de personas que abandonan el mundo público porque “es violento y peligroso”, porque está plagado de un “otro potencialmente riesgoso”.
Estos refugiados, que están en el otro extremo de los de Ruanda, le temen y escapan al Estado y los sectores populares. Por eso sus murallas, sus garitas de seguridad y cámaras de monitoreo. Del otro lado de la cerca, como sostiene la antropóloga social María Carman en su libro Las trampas de la naturaleza, está “el mundo que intentan dejar fuera: el del baldío, el mendigo, el ocupante ilegal, el villero; el de un peligro anónimo pero posible que se evita pragmáticamente, autoexcluyéndose de él”.
Sin embargo, para que el resguardo sea efectivo y confortable, estos hombres y mujeres utilizan los servicios de las personas que con sus vallas y portones tratan de mantener lejos. Son los trabajadores de los barrios populares los que les tienden la cama, le sirven el café y le construyen el baño. También los que los custodian y les ordenan el parque. Son los que toman el empleo por necesidad y toleran los malos salarios, la no registración o, con suerte, el medio blanqueo.
A 15 kilómetros del centro, en la zona sur de Mar del Plata, está Rumencó, el primer barrio privado (de derechos laborales) de la ciudad.
Más respeto que soy tu jefa
Dos años pasaron para que Feliciana escuchara a su patrona decirle que se había quedado sin trabajo. La verdad es que no se la veía venir. No sólo porque hasta entonces nunca había tenido un roce, sino porque además era navidad. Y lo que le pidió y crispó a su jefa fue justamente el pago -atrasado- del aguinaldo y la cajita de dulces y sidra para brindar a la noche.
Ese 24 de diciembre, Feliciana, empleada doméstica en la casa del propietario de una reconocida empresa de neumáticos ubicado en avenida Champagnat, pidió a su jefa irse al mediodía, no a las dos de la tarde como era habitual.
Feliciana vive en el barrio Hipódromo y para llegar a Rumencó tiene que cruzar, literalmente, toda la ciudad. Unos 25 kilómetros separan la periferia gris del oeste de la periferia con canteros y seguridad privada del sur. En el 562 o 511, el viaje dura poco más de una hora y media.
Por teléfono, a través de su hijo mayor, la dueña de casa hizo saber a Feliciana que sus pedidos, incluido el de salir más temprano, no le caían en gracia. Lo dijo caprichosa, recuerda ahora Feliciana, una mujer con acento paraguayo, con hijo y esposo, que desde que llegó a Mar del Plata -hace siete años- come por limpiar las casas de otros.
A diciembre de 2013, la patrona le pagaba $2000 por mes; $200 más de lo que le dio durante el primer año y medio de trabajo. “Un aumento, Feliciana”, le dijo aquel día que subió su salario un 12%, o sea, unas 25 leches o algo más de un abono de celular, que nunca te deja llegar con crédito a fin de mes.
Pero eso sí: la señora con mansión con pileta le pagaba religiosamente los diez pasajes de colectivo que por semana necesitaba para ir y venir del trabajo.
“Para eso te pago”, le gritó Carla, la jefa, cuando cruzó la puerta y la vio. “Agarrá tus cosas y andate”, le ordenó, y Feliciana se negó a dar el brazo a torcer. Reclamaba un (su) aguinaldo y una (su) cajita para celebrar la Navidad.
Tras ver cómo la sidra, el pan dulce, las garrapiñadas y el turrón quedaban desparramados sobre la mesa, producto de un ataque de histeria de la patrona, Feliciana se mandó a mudar.
Nunca más volvió. Cobró a través de un abogado los $500 del medio aguinaldo por planchar, lavar, atender las visitas, fregar el inodoro, tender la cama grande y limpiar todos los rincones de una casa con tres pisos. Ni hablar del proporcional por vacaciones: todavía recuerda que cuando viajó a Paraguay a bautizar a su hijo, la jefa le aclaró que no le podría dar dinero. Sin embargo, le deseó la mejor de las suertes.
Todo empieza en la garita
Para llegar a Rumencó hay varias opciones, pero la más sencilla, si se viene del norte, es cruzar el centro y tomar Edison hasta Jorge Newbery. Ahí donde está especialmente iluminado está Rumencó. Antes y después, las luces escasean y los servicios también. En el country construido en 2005, además de seguridad privada las 24 horas y triple cerco perimetral, hay calles asfaltadas, alumbrado público, gas natural, red de agua potable interna, una planta de tratamiento de efluentes cloacales, TV satelital, telefonía e internet.
Para ingresar a este intento de “paraíso”, además de autorización del propietario del lote, hay que presentar DNI. Si se entra con auto, también número de patente. La garita de ingreso oficia de filtro, control y escudo, porque no sólo vela por la protección de la vida y los bienes de esa comunidad. También resguarda sus intereses y autoridad moral. No vaya a ser cosa que por no demorar el ingreso de los agentes de la Afip o el Ministerio de Trabajo los dueños de casa queden como negreros o precarizadores que tienen que pagar multas por no pagar cargas sociales.
A Feliciana, por ejemplo, la patrona la sacó escondida en su auto a los ocho meses de estar trabajando. La llamaron de la garita y le avisaron que en la puerta estaban los inspectores. Feliciana no supo hasta el otro día por qué esa jornada de trabajo terminó cuatro horas antes de lo previsto. “Me sacó para que no me agarrara el Ministerio. Me dijo que me preparara ya, que estaba viniendo gente y que yo no tenía papeles. Me dejó en la entrada y esperé el colectivo. Después de eso me puso en blanco, pero sólo la mitad de las horas”.
Ariel Ramadori, coordinador de inspectores del Ministerio de Trabajo de la Nación, aseguró que “aunque cada vez es menos complicado, por las sucesivas sanciones, aún es difícil entrar a controlar en Rumencó”.
“Cuando llegás, tenés que identificarte. La garita es una barrera, nos hemos dado cuenta, y nos lo han asegurado contratistas que tienen todo en regla, que nos demoran y que pasan las motos avisando dentro del country que están los inspectores. Con esa certeza, hemos intimado por obstrucción a la administración del barrio. No nos pueden demorar más de quince minutos en la puerta, porque ese es el plazo máximo de espera”, explicó el funcionario.
Hasta antes de la recientemente promulgada ley de Promoción del Trabajo Registrado y Prevención del Fraude Laboral, obstruir era más barato que blanquear. La multa por impedir la inspección era de $5.000, mientras que la que regía por cada trabajador no registrado costaba $9.500.
“Las multas hoy se rigen por el salario mínimo, vital y móvil y puede ser del cien por cien del salario hasta el 5000 por ciento, es decir, más de $18.000.000. Así que la realidad es que hoy la obstrucción es una herramienta”, analizó Ramadori, que aclaró que las sanciones por obstaculizar la inspección también se dan “una vez adentro”.
El contratista, una obstrucción
Rolando no tiene auto, pero sí seis hijos, una esposa, y una casa que mantener. Desde los 16, por herencia paterna, trabaja en la construcción. No tiene estudios, pero es especialista en revoques, cimientos y contrapisos. La práctica y los años -según admite- le dieron la destreza suficiente como para ser “incuestionable en el trabajo”.
Sin embargo, como muchos otros compañeros del gremio, Rolando se emplea sin registración. Los contratistas lo llaman para levantar una casa, le pagan por esa obra y le palmean el hombro hasta la próxima changa. Nada de alta temprana, ni ART, ni obra social y proporcional por vacaciones. Como la mayoría de los albañiles, Rolando trabaja en negro en Rumencó. Así, de hecho, lo demuestran las estadísticas del Ministerio de Trabajo.
“En el barrio privado estuve dos veces por dos lozas y algunas otras cosas. Seis meses en cada oportunidad. En la obra, dependiendo de la urgencia, éramos seis u ocho. Todos estábamos en negro. Ese contratista siempre nos llama y siempre nos da obras en las que no nos va a registrar. Uno porque necesita laburar para mantener a su familia lo agarra, pero ojalá pudiera decirle que no, que se mande a mudar, que es un negrero”, reniega Rolando, lleno de polvo y con restos de cemento en las manos.
En Rumencó no hay obras sin contratista. Ellos son los intermediarios entre los arquitectos y las personas que levantarán la casa o mansión. “Algunos les cobran a los dueños la plata para registrar al personal y no lo hacen. Y otros, directamente, con tal de agarrar el trabajo no presupuestan los costos para registrar. La mayoría de los contratistas son un problema, un obstáculo para el blanqueo de los trabajadores de la construcción”, advierte César Trujillo, secretario general de la Uocra.
Hay una imagen que a Rolando le causa gracia y bronca. Es esa que recrea a la distancia aquel día en que llegaron los inspectores y “la mitad de la obra se mandó a mudar”. “Unos corrían hacia el portón de atrás -ese por el que ingresan cada mañana los obreros, que son dos kilómetros de tierra a puro pozo-. Uno de los muchachos, desesperado, se trepó para salir rajando. Terrible. Otros, que no eran de la obra donde yo estaba, se guardaron en el obrador, atrás de una mezcladora”.
La escena que describe Rolando es convalidada por Ramadori, el coordinador de los inspectores de la Nación. “Nosotros podemos controlar a los trabajadores en actividad al momento de la inspección. Si vamos a la obra, y eso sucede muchas veces, estamos atentos a los lugares por donde pueden llegar a escaparse los trabajadores. Mientras uno se presenta, dos o tres observan que nadie se retire. Pero si se empiezan a ir, directamente se intima al contratista o al propietario a que, si en el plazo de 15 minutos esos trabajadores no vuelven a sus puestos, se va a proceder a labrar el acta de infracción por obstrucción”.
Según dijo, esa secuencia se repite “todo el tiempo”. “De hecho -subrayó Ramadori- en la última inspección de junio se hicieron dos actas de obstrucción parcial, porque una parte del personal se quedó y la otra se fue. Lamentablemente es muy común. La actualización de los montos por obstrucción, esperamos, va a generar otra dinámica en el control”.
Algunos (pocos) numeritos
Obtener estadísticas sobre las inspecciones laborales realizadas en Rumencó es lo más parecido, sin exagerar, a una odisea. Durante poco más de dos meses, se pidieron datos a la Afip, al Ministerio de Trabajo de Provincia, de Nación, y a la obra social del Personal Doméstico.
A pesar de eso, luego de un exhaustivo cuestionario respecto al solicitante (la periodista), el medio de publicación (Ajo), el motivo del pedido (un informe sobre trabajo en Rumencó) y la inquietud/cuestionamiento del “entorno elegido para analizar” (inédito), poca información se obtuvo.
La estadística es sobre construcción y pertenece a la delegación local del Ministerio de Trabajo de Nación. Según ese informe, entre abril y junio de 2014 se fiscalizaron 52 razones sociales. Sólo 20 trabajadores estaban registrados. El resto, exactamente 124, se empleaban en negro.
La cantidad de mujeres que trabajan en Rumencó como “empleadas de casas particulares”, nombre que les asigna la ley 26.844, fue imposible de establecer. Pero independientemente de eso, hay un dato que muestra que está prefigurada la precarización en este tipo de trabajos.
Como la actividad no cuenta con convenio colectivo ni discusión paritaria, es el Ministerio de Trabajo el que fija la escala salarial. El último incremento, otorgado en septiembre de 2013, fue del 25% y estableció que una persona que trabaja “con retiro” -sin cama adentro- cobra $25 la hora y alguien “sin retiro” -con cama adentro- $28. Así que Feliciana y todas las Felicianas que trabajan en Rumencó unas seis horas por día, de lunes a viernes, cobran a fin de mes $3000.
Al patrón, registrarlas, le costaría $135: $100 para salud y $35 para la jubilación.
Al Club House le crece la nariz
En uno de los tantos sillones mullidos, bien oscuros y amplios que decoran el Club House, un hombre lee La Nación. Muy discretamente levanta la mirada. Tras unos segundos, la vuelve a bajar y así sucesivamente. Se nota que le intriga la presencia de cuatro inspectores en el restaurante del barrio privado. Algo similar le pasa al señor de jogging y barba blanca que acaba de llegar, que se sienta mucho más cerca de la barra y pide “lo de siempre”: un sándwich tostado y una gaseosa de marca.
El hombre y el señor observan cómo el Ministerio de Trabajo de Provincia y una comitiva de agentes del sindicato de Gastronómicos chequean las condiciones de empleo de las pocas personas que un jueves al mediodía trabajan en el Club House: una camarera, un cocinero, y Luciano, un muchacho joven y coqueto que los inspectores inscriben como encargado, aunque él se presente como “socio” del titular de la concesión. Luego del saludo y la notificación por el control laboral, los inspectores realizan las preguntas de rigor.
Luciano es el que contesta y dice que el Club House tiene un solo turno y que abre de 11:00 a 15:00, pese a que el cartel de la puerta -blanco, grande- avisa que el lugar permanece abierto los martes y miércoles de 10:00 a 19:00 y de jueves a domingos de 10:00 a 23:00.
Cotidianamente, según contaron dos exempleados, ahí trabajan: dos cocineros, dos o tres camareros, y una mujer de limpieza. Los fines de semana, que llegan a hacerse hasta cien cubiertos, se agrega, además de un responsable de barra, un trabajador más por especialidad.
Pese a la consulta del inspector, Luciano aseguró que en el Club House no hay delivery y que por tanto no existe un trabajador asignado a esa tarea. Sin embargo, de las heladeras de todas las casas de Rumencó cuelga un volante con los precios del bar que reparte de noche, es decir, mucho más allá de las 15:00 y las 19:00. Los paquetes de comida los entrega un joven. No en moto, en auto.
En el rubro gastronómico está permitida la figura del empleado “eventual”. En Rumencó se realizan fiestas y no alcanza con un cocinero y una camarera para atender a 150 invitados. Entonces, cuando hay casamientos, bautismos o agasajos se suman al staff diez camareros, un cocinero, una mujer para la limpieza y otra persona en la barra. Es decir, muchos eventuales.
Pero Luciano, que en teoría es “socio” de un bar que funciona desde diciembre de 2008, dijo desconocer esa figura. Juró no saber que existía. De hecho le reconoció al agente que jamás la utilizó. Y fue justamente por eso que hace poco más de un año, una empleada lo increpó. Le reclamó registración y aumento de sueldo. La paga de entonces no superaba los $15 por hora.
¿La respuesta del concesionario al legítimo pedido de la empleada? El despido. El suyo y el de otra decena de empleados jóvenes, la mayoría estudiantes, casi todos cercanos al comedor universitario que también administra -con algunas denunciadas irregularidades- el dueño del Club House.
Rumencó: ¿responsable solidario?
La pregunta que sobrevuela y que quizás encuentra respuesta en la normativa laboral vigente es si Rumencó es responsable también de este sistema laboral precarizado.
El artículo 30 de la Ley de Contrato de Trabajo establece que “quienes cedan total o parcialmente a otros el establecimiento o explotación habilitado a su nombre, o contraten o subcontraten, cualquiera sea el acto que le dé origen, trabajos o servicios correspondientes a la actividad normal y específica propia del establecimiento, dentro o fuera de su ámbito, deberán exigir a sus contratistas o subcontratistas el adecuado cumplimiento de las normas relativas al trabajo y los organismos de seguridad social”.
Ajustados al texto de la norma, la administración del barrio privado no tendría responsabilidad solidaria del cumplimiento de las obligaciones legales laborales sobre la falta de registración o empleo en negro del personal doméstico o los obreros de la construcción, más allá de que podría generar los mecanismos para evitar esa precarización.
Sin embargo, sí le caben responsabilidades sobre los trabajadores que desempeñan tareas en el Club House. Es que, como confirmaron desde Rumencó, “ese espacio está concesionado”. Se le cede parcialmente la explotación del establecimiento a un tercero, al “socio” de Luciano.
Según prosigue el artículo, se le debería exigir a quien explota la concesión “el número del código único de identificación laboral de cada uno de los trabajadores que presten servicios, y la constancia de pago de las remuneraciones, copia firmada de los comprobantes de pago mensuales al sistema de la seguridad social, una cuenta corriente bancaria de la cual sea titular, y una cobertura por riesgos del trabajo”.
“El incumplimiento de alguno de los requisitos -advierte la norma- hará responsable solidariamente al principal -en este caso, el barrio privado- por las obligaciones de los cesionarios, contratistas o subcontratistas respecto del personal que ocuparen en la prestación de dichos trabajos o servicios y que fueren emergentes de la relación laboral incluyendo su extinción y de las obligaciones de la seguridad social”.
Por tanto, Rumencó está obligado a controlar que el Club House tenga al personal debidamente registrado. De lo contrario, por ser responsable solidario, también podría ser objeto de las denuncias e imputaciones de los trabajadores en negro.