El pulso Marita

Marita Moyano pertenece a la tradición de cantoras que encuentran en el compromiso el sentido de su música. Se reconoce más en el folklore norteño que en el rock y forjó su visión del mundo abrazando su origen, la tierra y las banderas de lo popular. Una auténtica artista de corazón y mano.

El pulso Marita 1

 Fotos: Pablo González

No hay dolor que no se espante/ he aprendido en el camino”

Un llamado de teléfono le confirmó la decisión a su amigo. Antes, una canción de Jaime Roos la ayudó a darse cuenta de qué quería. Demasiado lo había pensado. ¿Por qué demoró en decir que sí, si se moría de ganas por colgarse la mochila, la guitarra y andar?

El deseo de emprender un viaje por Sudamérica se aguaba por el maldito miedo a dejar lo conseguido. Seis meses de periplo suponía poner pausa a un trabajo de prolija oficinista, ocho horas todos los días, y, a cambio, animarse al reto de la música. Animarse a confiar en ella. Y acercarse, también, a otras experiencias: el canto a la gorra, el camino, lo imprevisto, el grupo, el nomadismo, la gente. Otras gentes. La tierra y la matriz.

Las dudas hormigueaban por la cabeza de Marita Moyano. Hasta que el cantor uruguayo la convenció una noche, entre la multitud. “Fui a ver un recital de Jaime Ross, acá en Mar del Plata, y la última canción que cantó fue Amor profundo. La letra dice ‘amor profundo es lo que siento al cantar, nada hay en el mundo que me haga así vibrar’. Y rompí en llanto. Me estaba diciendo ‘Andá, si es lo que querés’”.

Al otro día agarró el teléfono y lo llamó a Juan Sardi, percusionista, tecladista, compositor y responsable de invitarla. Juan estaba ducho en andar caminos americanos, tenía amigos en diversas ciudades y ya había probado, otras veces, el sabor del intercambio cultural de la mano de la música, su oficio.

—Juan, vamos.

Ahí estaba Marita o la Negra diciendo eso que su amigo tanto quería escuchar. Desconocía, acaso, que esa aventura sería clave en procesos que se iban a iniciar en ella un tiempito después.

“Pedí licencia”, recuerda sobre aquel dilema laboral que tanto la preocupaba. “En el momento me asustó, era la primera vez que me iba mucho tiempo y a otros países. Nunca había salido de Argentina”.

Era 2007. Tenía 32 años, un repertorio aprendido y apenas una ruta con posibles destinos, esbozada junto al percusionista y a Mauricio Cordo, guitarrista y tercer integrante del grupo.

Cargaron mochila e instrumentos, sacaron pasajes en colectivos de larga distancia y empezaron a alejarse del Atlántico. La primera parada fue Santa Fe, más tarde Salta y Tucumán y después siguieron por Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia. Y desde arriba del mapa empezaron a bajar.

“Vivíamos de tocar en una calle, en un bar, en una escuela, todo el tiempo, a la gorra. Y si estábamos en un lugar en el que no teníamos planificado nada, salíamos a la calle a tocar en un mercado, teníamos ya un repertorio armado. Vivimos así durante todo ese tiempo y no nos faltó nada. Nunca me hubiese imaginado conocer Machu Pichu y la música me llevó”.

El encuentro con los lugareños siempre deparaba posibilidades de seguir cantando. “’Tienen que ir a tal lugar porque ahí hay música y vean a fulano’, nos decía alguien. Y resulta que ese fulano nos decía ‘toquen tal día, yo los paso a buscar por el hotel porque quiero que unos amigos conozcan la música de Argentina’. Ibamos y estaban todos los amigos juntos… Nos dejamos llevar, con cuidado, con atención y con intuición”.

Pararon en hoteles baratos, hostels y en casas de amigos que surgían en el andar. Y caminaban, mucho. Marita adelgazó: incorporó más verduras, se adaptó a los menúes de cada región, dejó las harinas. Y seguía caminando. Llamaba a sus viejos, los tranquilizaba, y mientras tanto, pasaba de una amistad con Juan y Mauricio a un verdadero hermanamiento. También aprendió a “correrse del prejuicio viajero”. Evitó miradas peyorativas.

“Llegábamos a un lugar y aprendíamos a respetar cada costumbre, aprendíamos a querer al otro, que es un hermano. Y entonces aparecía otro rasgo: todo eso que vivía era un alimento para ser cantora. De lo contrario, viajar es sumar sellitos en el pasaporte”.

¿Y cuándo advertiste que el viaje es también para adentro?

—Lo loco es que te das cuenta cuando volvés. Hicimos de vuelta un viaje de siete días, en esos micros que pasan por ciudades grandes y capitales. Empezamos en Cali, seguimos por Quito, Lima, Buenos Aires, siete días con la misma gente. A mí me sigue viniendo ese viaje, los recuerdos llegan, habitan en la cabeza y no se van más. Hay un antes y un después, porque me descubro o me redescubro como cantante. Empiezo a preguntarme hacia dónde quiero ir, a qué quiero cantar, cómo. Ese viaje me atravesó la garganta y la cabeza. Me cría como cantora esa experiencia, el estar cara a cara, la charla, el pertenecer, el ser parte.

Ser parte.

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Zamacueca, zamacueca, que nos respeten la jeta”

Un abuelo peronista. Una bisabuela toba. El campo donde nacieron sus padres. El barrio Libertad. La sopa se cocinaba a fuego lento. Había que esperar que el vapor de la ebullición la despabilara y que ella, ya conciente, decidiera hacerse cargo. “Nunca puedo negar mi origen”, arranca Marita, que levantó el guante de su historia.

A los cuarenta y uno, tiene el pelo entrecano, lleva unos aros étnicos, decidió delinearse apenas los ojos y no puede ocultar ese vozarrón, que la ferocidad de la mañana tampoco llega a raspar.

“Era tremendo cómo nos hablaba mi abuelo, siendo chiquitos. Trabajaba en el campo, venía de recorrer el campo y se ponía a escuchar la radio. Escuchaba todas las radios. Estaba súper informado. Y sacaba sus propias conclusiones. Le decía a mi mamá que nosotros teníamos que saber de política, que teníamos que estar atentos, no subestimaba nuestros pensamientos, a pesar de ser chicos. Fue de los que estuvo un mes en Buenos Aires en el velorio de Eva Perón”, actualiza la figura de “Perico” Moyano.

Como otro gajo de su propio árbol, desde el fondo de la biografía le viene la historia de Ramona, su bisabuela paterna. “Me tuvo en sus brazos cuando nací, pero al tiempito falleció”. Ramona era toba, santiagueña, morena de rasgos profundos. Así se la ve en una de las pocas fotos que guarda su familia. A Ramona llegó en la adolescencia, cuando indagó en los por qué. Por qué la emocionaba más una copla que un tango. Por qué con el folklore vibraba y con el grunge no. “Yo creo en esas cosas”, advierte.

“No me llegó información de que cantara, sin embargo siento que en mi sangre está, en mi genética. Hay ciertas historias negadas en la familia. De Ramona no se hablaba mucho, porque daba vergüenza. Una cosa extraña. Mi mamá me ayudó a reconstruir esa parte, sacaba de a pedacitos. Y me sirvió. Me pareció suficiente. Entonces entendí por qué me gusta la música norteña”.

También el campo le permitió conocer el sentimiento de comunión con la tierra. Otra matriz, podría pensarse, en el tablero de las piezas que la forman y la definen. “Si bien nací en esta ciudad, mis orígenes están en el campo. Mis viejos nacieron en el campo, concretamente. Tengo una familiaridad con las costumbres, con la tierra. Mi papá trabajó en el campo, después los dos se vinieron a vivir acá y mi papá se subió a un barco para trabajar. Mis vacaciones, mis paseos de niña eran visitar a la familia del campo. Yo necesito volver siempre, me encanta sentir que soy parte de esta tierra”.

Por eso vive en un bosque. Y, como su mamá, disfruta de las plantas. Esas cosas la conectan con su origen.

Nació en el barrio Libertad. Es la quinta de seis hermanos. En los ’90, cuando sus ganas de cantar demandaron clases formales, encontró que el vecindario “no tenía centros culturales y que la sociedad de fomento no tenía profesores de música”. Ahora sabe que esas necesidades pueden empezar a modificarse a través de la música. Comprendió que “la música junta a la gente”, que “la música es un puente a otras cosas” y que puede “motorizar de otra manera” a las comunidades en las que se desarrolla.

“No me alcanza con decir ‘bueno, ya está, elegí ser cantante, disfruto de lo mío’. Yo sé que la música hace que la gente se reúna, la música está presente en una peña, en un almuerzo, eso me va llevando a comprometerme con realidades que para mí son importantes, cantar en un barrio con vecinos que se reúnen para juntar fondos para poder construir el piso de la escuela… por ejemplo. Son lugares en los que uno puede juntarse a decidir, a pensar. No me conformaría con la cantante que la gente aplaude, me quedaría renga”.

“Hay lugares a los que vuelvo con más frecuencia, en los que soy parte de una decisión, de un proceso de laburo, en otros acompaño con la música. Recuerdo muchas cosas que se gestaron hace quince años y que aún hoy están y yo fui a cantar la primera vez”. El centro cultural La Panadería y la escuela cooperativa Amuyén están en la lista de esos espacios en los que ayudó a forjar con su presencia.

“Yo pienso que todo me fue llevando”. De la mano de su barrio y de su procedencia llegó a abrazar “las banderas de lo popular”.

“A muchas personas no les gusta que los artistas nos embanderemos o que nos manifestemos políticamente. ‘Mejor cantá’, me decían en Facebook cuando puse una mínima opinión. ‘Mejor dedicate a cantar que lo hacés mejor’, como si los artistas fuésemos solo eso. Y es imposible. Soy parte de una sociedad, miro la historia desde un lugar que me gusta y desde un lugar que no me gusta. No somos profetas, los artistas somos gente común, somos una voz, sí”.

¿Coincidís con todo lo que cantás?

—Sí. Hay muchas canciones que elijo y por supuesto que no todo tiene que ver con el compromiso social. Le canto al amor, a las cosas de la tierra. Elijo las canciones que, en principio, me hacen vibrar, me tienen que decir algo y después las convido. Sin querer vas entrando en un mundo en el que te vas sintiendo parte, al principio vas como pidiendo permiso y después ya te acomodás y decís ‘esto me gusta y esto también y esto también’. Y llega en un momento en que la música finalmente te completó. Cantarle a la tierra es cantarle a la gente, a quienes pasamos por este lugar un ratito nada más, porque es un ratito. Y quiero disfrutarlo. Quiero ser consciente de dónde están mis pies parados.

Es terrible darse cuenta de que estamos solo un ratito nada más.

—Sí, es terrible y a la vez puede ser un motor que te empuje a hacer. El tiempo que esté quiero hacer.

Una de tus canciones dice “aprendamos a luchar juntos, corazón y mano”.

—Sí. Hay mucha gente que opina con la computadora arriba de la panza y en un sillón y desde ahí ve el mundo y desde ahí saca grandes conclusiones y nada más. Hacé. Uno forma más la opinión desde lo que hace, desde lo que ve en el trabajo que desde un monitor. Poné el cuerpo, poné la cabeza, sé solidario, escuchá, movilizate. Sino es la queja. Me siento identificada con la gente a la que le pasan las cosas por el corazón y que activa permanentemente. El laburo de la Hermana Marta, por ejemplo. Para mi ella es corazón y mano.

¿El país es un problema, un dilema a pensar para vos?

—Qué difícil pensarlo hoy día. Me imagino un país libre, pero libre de verdad. Es complejo. No me gusta evaluar la realidad de un país por el consumo. Me encantaría que realmente seamos libres de pensamiento, que no estemos todo el tiempo mirando al otro como el enemigo y siempre cuestionando la vida del otro. Una de las cosas que más me duele es cuando se juzga al otro y se le pone título: el negro de mierda, el choripanero… eso duele y no nos deja ser libres. No querer que el otro tenga derechos y que tenga las mismas posibilidades que yo, no ayudar, no apoyar, esas cosas no nos hacen libres. Todavía tenemos pensamientos oxidados. No salimos al encuentro del otro. Cuestionar todo el tiempo la vida del otro sin vos poner las patas en el barro, no, no vale. Hay que ser protagonistas, no mirar la historia desde este sillón, meterte, involucrarte. Lo que pasa es que hacer eso tiene sus costos.

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Que todo se resuelve escuchando el propio latido”

La procedencia y el origen están tremendamente vivos en Marita, que también se define cabrona y amiguera, que llora poco y se emociona mucho, que ama el arroz en todas sus formas y anota versos en una libretita, por si acaso nazca de ahí una futura canción. Sin embargo, algo de su genealogía hizo que se revelara. Como si la familia fuera un molde que debe necesariamente romperse con la energía de la adultez.

Para trascender con criterios propios, hurgó en su tiempo, un siglo XXI crítico con los modelos patriarcales. Y encontró elementos para fabricar su marca: soltura y libertad en dosis iguales más una manera de vivir sin recetas. “Me corrí de los mandatos”, asegura en cuanto a mujer con los pies en el barro. “Que cuándo te vas a casar, que cuándo vas a tener hijos… esa ansiedad es del otro, no es mía”.

“Me siento cómoda con la idea de pensar que una persona puede decidir no tener hijos y sentirlo con tranquilidad”, dice. Y en su caso personal, asegura que “ya no es un apuro o un sueño, no digo ‘lo que necesito para completar mi vida es un hijo’. No. No quiero ser rígida porque sería cerrar una puerta que todavía desconozco, no sé qué puede pasar”.

La vida de cantora le trajo, en sus comienzos, la obligación de pedir disculpas. Luego, también se liberó de eso. “Esto de que haya una artista en la familia… viajás a tocar, o no podés estar en el cumpleaños de alguno porque te tenés que ir antes o no llegás a una cena porque estás tocando, diferentes movimientos en los que la familia… al principio hay que dar algunas explicaciones hasta que te hacés cargo de lo que sos y de lo que querés y en ese proceso me siento contenta, porque uno va siendo quién quiere ser, con algunas cosas que no hay que negar, la familia, los vínculos”.

Nacida como María de los Angeles —un nombre que pocos registran—, aprendió a decir “esta es mi vida, la vivo así”, una máxima que aplica también a la cuestión de la pareja. No espera un compañero para completar su vida. “Ya aparecerá, no lo busco, ése es otro de los mandatos”, dispara.

Los mandatos adquieren más fuerza siendo mujer. ¿Coincidís?

—Que cómo hablás, que una mujer tiene que tener otros modos… Yo silbaba de chica y en mi familia eso no gustaba. Y después la lucha contra el pelo, la tintura, que la mujer tiene que verse joven. Y yo no me quiero teñir. Trato de ser la mujer que quiero ser. Cuanta más exigencia siento más me retiro de eso, no me siento cómoda con ese tipo de exigencia, para nada. Esa es mi pequeña libertad. Y con respecto a mis canas, “¿cuándo te vas a teñir?” “Estás arriba del escenario…” me decían mi mamá y mis hermanas… hasta que dejaron de insistir porque no es algo que realmente importe. La belleza no está ahí. No entiendo a la belleza solo desde lo estético. Tengo mi costado coqueto también, pero hasta donde eso me hace sentir contenta. Prefiero soltar. Las exigencias sobre cómo tiene que ser el cuerpo de la mujer nos van atando. Y cuando comprobás que estar desatada de todo eso te hace bien… bueno, vas hacia allá. Intento, claro. Son ataduras que a veces ni cuenta nos damos de que tenemos, pero ocupan un lugar que pesa.

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Son tus lazos, los hermanos de la tierra/ son tus pasos los que escriben la tibieza”

Desde hace dos años es la voz de “El recicle”, un ensamble de percusión que dirige Facundo Passeri. Como solista, canta en dos formaciones diferentes: con Agustín Luna y Luciano Tobaldi por un lado y Passeri, Sebastián Del Hoyo y Martín de Lassaletta por el otro. Además, forma parte de la comparsa de candombe “Mano ahí”, en la que interpreta al personaje de “mamá vieja”. “La mamá vieja baila delante de la comparsa, con otros personajes, es originalmente elegida por la comparsa, son las madrinas, las señoras más grandes, yo soy una mamá vieja joven”, ríe.

La participación en esa comparsa le permite sacar a flote su lado histriónico, un costado que viene explorando a partir del juego con la técnica del clown. “De chiquita me gustaba el teatro, jugueteaba con la idea de ser actriz, esa cosa de hacer personajes en el espejo”. Antes del Conservatorio Luis Gianneo, donde se formó como música, quiso ingresar en la Escuela de Arte Dramático. Era menor de edad y no la aceptaron. Entonces, optó por el otro camino.

“Mi clown está en búsqueda. Se llama Bachata, lo busco con algunos maestros desde el juego, es ese clown que cada uno tiene y que yo tengo como herramienta para la escena, porque tiene que ver con el hecho de divertirme. Me ayuda muchísimo a la exposición, porque la exposición a veces te lleva al fracaso y a la equivocación. Podés sufrir o podés divertirte, yo prefiero divertirme, si no te bajás del escenario y no subís más. Si no aprendés a llevarte bien con la equivocación sufrís. Y hay que hacerse cargo porque uno es eso también”.

¿Tu próximo paso es el teatro?

—Sí, me veo, hay que estudiar, hay que prepararse. Me encanta, aunque la música tiene mucho de eso, hay canciones que yo canto y que interpreto y que son historias. Cantarlas es contarlas y el cuerpo tiene que estar modificado. El teatro me gusta, hasta ahora viene como juego. El verano pasado actué invitada por los Blá Blá. Fue divertido.

¿Notás un decir diferente de la mujer en el folklore?

—En su momento las mujeres cantaban cambiando las palabras masculinas y pasándolas a femenino. Para mí el cambio vino cuando la mujer empezó a componer. Mientras tanto fijate que Mercedes Sosa cambiaba su nombre porque su familia no aceptaba que ella se dedicara a la música. Y ella no componía. Hoy hay muchas mujeres que componen y eso es para festejar.

En tu disco Agüita buscaste grabar canciones de compositores de Mar del Plata, ¿por qué?

—Sí, tuvo ese objetivo, mostrar a compositores de acá. Durante mucho tiempo Mar del Plata fue una ciudad de paso, los artistas no eran tenidos en cuenta como artistas. Y bueno, hay una ola que empezó a subir y a subir. Y necesitaba de cosas concretas: hay canciones, bueno vamos a grabarlas y a empezar a cantarlas. Se empezó a ver en los músicos que en sus repertorios había canciones de autores marplatenses. Quise que Agüita fuese un disco con un gran porcentaje de autores marplatenses. El segundo disco viene con canciones mías.

¿Cómo componés?

—Primero aparece la música, es lo que sucede aquí y ahora. Luego aparece todo, de manera desordenada y empiezo a ordenarlo. Se suele dar a la mañana, generalmente fin de semana, tomando mate, desconectando el teléfono, que siempre está sonando. Aunque no es una constante. Admiro a la gente que está componiendo todo el tiempo. Lo mío es más esporádico, cada tanto, con mucho respeto. La composición es un gran momento para la persona. Surgen cosas que me pasan, pero a veces surgen historias de otros. La música, el canto, la composición tienen que ver con un proceso físico, de madurez de cada uno, de espiritualidad. Yo no soy la misma que hace diez años y por ende se van modificando mis palabras, mis melodías, las armonías. Y las canciones empiezan a ser diferentes.

¿Por qué en tu música hay tanto ritmo y tambor?

—Debo tener raíces negras. El candombe es un amor que tengo y que es muy antiguo, viene de otro lado, porque es una música que me hace vibrar muchísimo. Hace poco estuve en Salvador de Bahía (Brasil) y bueno, también, siento familiaridad, siento que puedo habitar ese lugar tranquilamente. Me conecto desde un lugar muy genuino. Entiendo la música desde la percusión, desde el pulso que empieza en el cuerpo. Empieza en el cuerpo mucho antes, incluso, de ser nosotros. Empieza en dos personas que ya pulsaron, dos ritmos que te dieron ritmo a vos. Siempre volver al ritmo es una de las cosas que te hace sentir la tierra, el latido.

Sí, la plenitud de la pertenencia, otra vez.

 

 

(*) Los versos que se transcriben son fragmentos de canciones de compositores marplatenses que componen el disco Agüita. Por orden de aparición: Luis Reales, Luis Caro, Marcelo Amorós y Sebastián Echarry.

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