Elogio de la tortura
En las cárceles de la provincia de Buenos Aires, la violencia es como los reality show: las 24 horas.
Fotos: Revista Ajo
Nadie lo niega: la tortura está omnipresente. En la red, desborda. Si en el buscador Google se tipea Tortura, aparecen “Cerca de 31.900.000 resultados”. Si se escribe Tortura + Argentina, son “Cerca de 8.600.000 resultados”. Hay convenciones internacionales, leyes, manifiestos, informes y actos de organizaciones de derechos humanos y familiares de víctimas. El rechazo es unánime. Sin embargo, sigue ahí: útil para el sistema. Tanto que hasta las propias personas privadas de su libertad racionalizaron el rol que juega.
Hay dos cadenas de equivalencias. Una es verbal, voraz y teleológica. La otra es sustantiva, penetra todo el cuerpo y lo controla. Ablandar, denigrar y escarmentar. Información, sujetos cosificados y demostración de fuerza.
La tortura ablanda. Por eso se aplica cuando alguien llega a un penal, para que la sensación de fragilidad cale hasta lo más hondo de su humanidad. La tortura fortalece. Para hacerse respetar, para lograr que, por ejemplo, las familias no esperen horas los días de visita, hay que ir hasta el límite, sabiendo lo que eso implica.
A fines de 2014, el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Comisión Provincial por la Memoria cuantificaron el mare magnun que es el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), cuyas proporciones superan a la de la mitad de las ciudades de la provincia que gobierna Daniel Scioli: “La cantidad de detenidos creció 8% en el último año. Hoy en la provincia hay 33.229 personas privadas de la libertad, la mayor cantidad en la historia, y una tasa de encarcelamiento de 202 cada 100 mil habitantes”. En los pabellones de Población —en léxico tumbero: cachivache— donde se encuentran quienes no estudian, ni trabajan ni son evangelistas, comparten celdas diminutas entre dos, tres o a veces más personas.
Ante la pregunta sobre a quién le sirve: ¿a quién le sirve la violencia en cada rincón de las cárceles? J, reincidente cincuentón y con una insuperable hepatitis para la que le remedian cualquier cosa menos la dieta necesaria, no duda: al sistema, o, en las palabras del secretario de Ejecución Penal de San Martín, Juan Manuel Casolati, a la “Matrioshka delictiva” en la que se ha convertido el SPB, donde el victimario muta en víctima.
“De acá hasta acá”, enfatiza con los ojos saltones J, separando las manos alrededor de sesenta centímetros. “De acá hasta acá de mierda, te lo juro. No te miento. Ahí estuve tres meses. Los buzones son lo peor que te puede pasar”. J se ríe. Asegura que lo vencieron cuando llamó al guardia, para quejarse por el olor putrefacto. Divertido, le respondió que elija la que quiera. Estaban todas en las mismas condiciones. Las celdas de castigo, también llamadas buzones o chanchos, son lo peor que puede experimentar un ser humano. Encerrado, en un cubículo de dos por tres metros con suerte, casi sin entrada de luz y sin nada para hacer. “Antes te pasabas tres meses ahí. Por suerte, ahora, como máximo 15 días. Por suerte”, cuenta J y vuelve a reírse.
Cualquier preso viejo sabe porqué motivos puede “caer en cana”. Es decir, ser enviado a buzones. Por caso, por insultar a un cobani, “te meten en cana”. Porque las celdas de castigo son, para los internos, una cárcel dentro de la cárcel. Pero los presos también saben cómo obligarlos a que los saquen de ahí. El método más efectivo es prenderse fuego. “Incendiarse es la forma. Prendés fuego el colchón, que suele ser apenas unos sunchos, después te toma la ropa y así. Esperás lo más posible y, normalmente, salís desmayado. Muchas veces, muerto”, esquematiza F. Pero no cualquier preso que desafía al SPB va a parar a los buzones. Los que están en el pabellón de estudiantes universitarios, no. ¿Por qué? Muy simple: porque tienen conocimiento de sus derechos. El conocimiento traza un recorrido diferente dentro de la cárcel y permite alcanzar y ocupar lugares de privilegio. De ahí que el propio sistema obstruya cualquier posibilidad de acceder a la escuela. “Te la simplifico. Si yo pido paso con un libro bajo el brazo, me pueden tener esperando una hora, verdugueándome. Y capaz que no me dejan pasar. Ahora, si voy sacado, con una faca, y le grito que me dé paso porque le voy a abrir la panza a tal preso, me dan paso automáticamente”, resume C.
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Mi Manual de la Tortura diría esto:
1-No dejar que te capeen (te copien los números) las tarjetas control.
2-No prestar tu coche (celular) a nadie que no sea de confianza.
3-No creer ni en tu rancho hasta no conocerlo bien.
4-Todos los días, encanutar (guardar) el teléfono antes de irte a dormir.
5-Tratar de olvidar lo lindo que se siente ser libre, así no se te hace tan fea la cárcel.
6- Hacer cursos e ir al colegio para irte antes a tu casa.
7- Siempre tener tu llave (chip de teléfono) encima.
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Interrogantes: “Hay que matar a los delincuentes que son capturados in fraganti». Con esa frase del abogado Carlos Maslatón comenzó el debate organizado por Infobae TV el 1 de abril de 2014. Pegado a él, con las piernas cruzadas y la mirada calma, el especialista en criminología Mariano Gutiérrez podría haberse escandalizado o, en su defecto, levantado e irse. Pero decidió jugar la puja discursiva y contraatacar: “Creo que, si le hiciéramos caso, debiéramos ajusticiarlo en este mismo momento, porque está cometiendo un delito: está llamando a matar a la gente. Es apología del delito. ¿De qué hablamos cuando hablamos de delincuentes? ¿No hablamos de autores de delitos? ¿O sólo los que tienen ciertas características sociales son autores de delitos?”.
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El diccionario de la Real Academia Española simula ingenuidad a la hora de definir la tortura, dando por bueno el criterio castrense impuesto por la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria francesa: “Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”.
Durante la guerra por la independencia de Argelia, los franceses usaron este argumento para justificar su teoría del mal menor. Una particularidad: quien con mayor precisión lo explicó fue el capellán de la 10ª División de Paracaidistas, Louis Delarue: “Hacer sufrir de modo pasajero a un bandido que es capturado, torciendo su obstinación criminal por medio de un interrogatorio obstinado, cansador, y del otro lado dejar masacrar a inocentes, sabiendo por las revelaciones de este criminal, que se podía aniquilar a la banda, es preciso elegir sin vacilaciones el mal menor: un interrogatorio sin sadismo pero eficaz”.
Los militares argentinos fueron sus alumnos predilectos y, en pos de la mentada eficacia, hasta perfeccionaron los métodos. Argentina siguió tan a rajatabla el manual francés que los curas castrenses se convirtieron en sus exégetas ideales también aquí. En 1976, el encargado de darle la bienvenida abiertamente a esa etapa de violencia absoluta haya sido Adolfo Servando Tortolo, arzobispo de Paraná y vicario general castrense: “La ley del dolor es una ley universal. Todo hombre debe ser sometido a prueba. Debe ser purificado. Debe pasar por la acción transformante de las horas de crisis”.
El sistema represivo argentino se jacta de tener en su legado a uno de los creadores de la picana: Leopoldo Lugones, hijo del poeta maldito del mismo nombre. Quizá por eso uno de los que mejor narró la tortura fue otro poeta, Camilo Blajakis (César González), quien estuvo cinco años preso por secuestro:
Celdas
sombras
risas
quién quiebra
quién banca
tírá tu caratula a cancha
poné plantilla si sos bueno
humo
una celda.
Cien rejas
cuatro paredes
un silencio
que aturde el alma
un pasillo gris
el aire oprime
un guardia hace el recuento
los espíritus visitan
las almas callan.
Los candados que se burlan
los santos que fuman cigarros
y doña muerte bailando
arriba de la tarima.
Detrás del cemento el viento
la ciudad y las personas.
Cinco años de este paisaje
óxido y fragancia a meo
óxido y sonido a piñas
perfume a mierda y puñaladas
colores grises
oscuros
opacos
lágrimas
un laberinto
sin salida.
Detrás el mundo y la libertad
detrás el ruido a motor
mientras por acá
todo odio
todo es desesperanza infinita
resentimiento cruel y fiel
planificaba
llenar de plomo algún cráneo de la clase media
llenaba de sangre mis deseos
mis venas explotaban
de angustia y sed de pólvora
quería morir y no podía
cuando me iba a matar
me daban ganas de escribir
y el viento me decía que no
que guarde paciencia y fe
que brindar amor en el infierno
rompería todas las cadenas.
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Definición: “Lo primero que se aprende cuando ingresás a una cárcel e ingresás a un pabellón de población común es que tenés que pelear, así es probado el coraje, el aguante, los ’berretines’ a través de la pelea, del ’picadito’. Aprender a hacer un fierro (faca es la palabra nativa) tener claras las reglas ’la cárcel es de los chorros’, por un rancho se da la vida, por la familia se mata y se muere. La capacidad de construir valores simbólicos en cualquier escenario en el que se desarrolle, es propia del individuo que construye y se reconstruye constantemente en las relaciones sociales”. (Extracto de “Sin berretines. Sociabilidad y movilidad intramuros. Una mirada etnográfica al interior de la prisión”, tesina de Martín Maduri, primer sociólogo del Centro Universitario San Martín, sede de la UNSAM en la Unidad Penal N° 48).
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Un día, una antropóloga argentina recibió un llamado. Era del Centro de Internación y Rehabilitación de Brasilia: querían que se sumergiera en la forma de ver el mundo por parte de los presos condenados por violación. Pero el objetivo de fondo era que ella diese respuestas sólidas sobre las bases en que se apoya la violencia, la de los violadores.
No fue así. Pues, de esa experiencia, Rita Segato extrajo más preguntas que certezas. Su respuesta fue en un único sentido: la voz del preso. Ahí podría residir una de las claves para entender el porqué o los porqués. Luego de prolongadas charlas con los internos, fue labrando una idea más provocativa, que no deja a nadie afuera de la conversación: “La cárcel es un eslabón central en la reproducción del crimen y, por lo tanto, podría operar como uno de los ejes de gravedad que, si es debidamente tratado, permitiría detener el ciclo de su reproducción y retirar del circuito del crimen a numerosos de sus agentes. Esa, justamente, es la oportunidad que se pierde en la mala ecuación de los estudios de violencia que no dan a las prácticas y métodos carcelarios su debida centralidad”.
La “mala ecuación” es no tener en cuenta lo que pasa en los penales a la hora de tratar de entender la violencia social y sus modos de acuerdo con cada época. Con sus planteos, Segato buscó disolver fronteras, ésas que usualmente se interponen entre la cárcel y el resto de la sociedad: “Lo que es tendencia difusa de este lado de la sociedad, del otro lado del muro prisional se encuentra en estado condensado, cristalizado y compacto, fácilmente objetivable. La cárcel es el medio donde los malos hábitos y deformidades de la sociedad “libre” cobran, simplemente, mayor nitidez”.
La autora de “Las estructuras elementales de la violencia” no se quedó en el análisis. Casi de inmediato, elaboró un proyecto que fugaba hacia un lado inesperado: la palabra. El objetivo era revalorizar la subjetividad de los internos y sus manifestaciones orales, de ahí que el título haya sido “El preso habla”. No la escucharon en Brasil ni en Argentina. Quizá por eso se sorprendió cuando, dos décadas después, fue invitada por el grupo de internos que componen El Ágora, en la Unidad 9 de La Plata, quienes, en idéntica dirección, llevaron a cabo un ciclo de entrevistas colectivas.
Recién llegada de México, donde se radicó, Segato viajó hasta allí una mañana neblinosa de junio de 2014. Secundada por Carolina Blanco y Eugenia Carricaburu, de la Asociación Civil E, y un agente penitenciario, la antropóloga atravesó tres puertas enrejadas y el patio donde sobre una superficie pelada, de tierra, los internos juegan al fútbol, la paleta o, simplemente, caminan para que el tiempo pase de alguna manera. Mientras esperaba que le abriesen la última reja, un pequeño giro a la derecha le permitió quedar de frente a las ventanas de las celdas. Imponente: los barrotes recubiertos por harapos, tratando de disimular la ausencia de cualquier material que amengüe el frío. Un pasillo los condujo hacia el salón.
El Ágora nació, en 2011, por iniciativa propia de un grupo de internos liderados por Mariano Bocazzi. “Salir a la calle no es lo mismo que salir en libertad”, acuñó Bocazzi, con dominio de la lógica del slogan, a la hora de reclamar que los capaciten y no sólo que los tengan como si fuesen latas de conserva. La petición llegó a oídos del juez de Ejecución Penal Nº2 de La Plata, Nicolás Villafañe. Considerado garantista, el magistrado es uno de los que denuncian comúnmente el estado de las cárceles bonaerenses. Villafañe se convirtió en el puente con un grupo de profesionales, en lo que devino la Asociación Civil E. Desde aquel momento hasta hoy, los internos que componen El Ágora tradujeron en braille el Estatuto de la Universidad Nacional de La Plata, cuentos que fueron donados a escuelas y, también, las letras del grupo Mavirock. A su vez, produjeron switchs para personas con discapacidad motriz y/o visual, materas, mochilas y carteras de cuero y juegos para chicos no videntes. Pero, desde mediados de 2013, dieron un vuelco y sumaron diálogos con personas vinculadas al mundo carcelario. Luego de investigar al protagonista, discutir sobre cómo abordarlo y elaborar el cuestionario, los recibieron en el sector que consiguieron en este penal de máxima seguridad. Antes de Segato, pasaron el sociólogo Marcelo Saín y la abogada penalista Claudia Cesaroni, La Garganta Poderosa, la decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de La Plata, Florencia Saintout, y el ex juez de la Corte Suprema Raúl Eugenio Zaffaroni. Después, lo haría la periodista Ana Cacopardo.
El encuentro, planeado por una hora y media, se estiró a lo largo de cinco horas. Segato respondió y, luego, dio vuelta los roles y empezó a preguntar. Quería la palabra del preso. Se recostó sobre una silla endeble, y empezó a lanzar interrogantes como dardos teledirigidos. Habló, escuchó y discutió. Pero nada, absolutamente nada, la movió un ápice de su hipótesis: “El crimen se está convirtiendo en una gran máquina, capitalista y burocrática, donde la violencia, incluso entre las fuerzas de seguridad, crece porque es una forma de control”.
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Mi Manual de la Tortura diría esto:
1-Si sos una persona buena, terminarás siendo una persona mala.
2-Si no eres egoísta, terminarás siéndolo.
3-Busca tu propia ayuda, tu propia reinserción.
4-No te quejes, nadie te escucha.
5-Si recuperás tu libertad, no olvides que si volvés serás un éxito para el sistema. De lo contrario, algo está fallando.