Una policía para el miedo
Por decreto, en febrero de 2014, Daniel Scioli creó las policías locales que, pese al involucramiento de los municipios, se perfilan como una continuidad de la viciada Bonaerense. Miedo al delito, demagogia punitiva y “prudencialismo”, las claves para entender la conformación de esta nueva estructura de seguridad.
Fotos: Revista Ajo
A mediados de los ‘90, en un contexto caracterizado por el desmantelamiento del Estado planificador, el aumento de la desocupación, la marginalidad social y la brecha espacial; la desproletarización y la desindicalización; la corrosión del carácter y el desdibujamiento de horizontes de previsibilidad; el debilitamiento de los lazos sociales y el deterioro de los marcos de entendimiento comunitario, tuvo lugar un fenómeno que hemos dado en llamar emergencia securitaria y su consecuente dispositivo de temor y control.
Una de las principales características de este proceso consistió en el desdoblamiento del delito y el miedo al delito. De ahora en adelante, el miedo al delito aparecerá como un problema separado aunque articulable al delito. La sensación de inseguridad ya no será el reflejo del delito, sino un problema en sí mismo que merece una atención particular. A partir de entonces, se duplican los problemas para el Estado toda vez que no sólo tendrá que dar una respuesta frente al delito, sino otra distinta frente al miedo al delito. Esto, lejos de ser un problema mayor para el gobierno de turno, representará no sólo un nuevo punto de apoyo para gestionar a la sociedad, sino la oportunidad para esconder el problema del delito debajo de la alfombra.
Cuando los funcionarios no saben, no pueden o no quieren resolver el problema del delito, pueden sin embargo presentarse como campeones en la lucha contra el miedo al delito. Ese “éxito” relativo invita a creer que se ha sido igualmente “exitoso” en la lucha contra el delito. Y decimos relativo, porque como bien ha dicho Nils Christie, el miedo es un recurso natural ilimitado. Las estrategias securitarias que se despliegan nunca alcanzan. Al contrario, recrean las condiciones para sentirnos cada vez más inseguros y sumergirnos en un círculo vicioso.
Entre el progresismo y el punitivismo
En la última década, en materia de seguridad, el gobierno nacional no ha sabido y tampoco ha podido replicar esa performance progresista que sí supo desplegar en otras áreas. En principio porque estamos en un país federal y las respuestas a la conflictividad social constituyen una materia que las provincias nunca han delegado al gobierno federal. Las respuestas policialistas provinciales constituyen un punto de comparación constante para las políticas públicas federales, que dejan poco margen para correrse solos.
En segundo lugar, los intentos de reformas que se ensayaron no tuvieron el tiempo para desplegarse. La falta de acuerdos políticos y sociales llevó a que el gobierno tenga que pendular entre respuestas progresistas y punitivistas. Prueba de ello son los operativos de saturación policial como Plan Centinela o Cinturón Sur.
Local, pero hasta por ahí
En el marco de la emergencia de seguridad declarada en la provincia de Buenos Aires, en febrero de 2014 el gobernador Daniel Scioli creó por decreto la Policía Local. Esta fuerza no tiene nada que ver con la policía municipal que se estaba debatiendo en la Legislatura bonaerense a partir de un proyecto de consenso presentado por el diputado de Nuevo Encuentro, Marcelo Sain.
El proyecto de Sain era mucho más que una descentralización de la policía de Buenos Aires, porque representaba una nueva fuerza de seguridad con perfil propio y funciones específicas —la prevención situacional—, dirigida por el intendente y controlada por los concejales. Preveía la formación de efectivos a través de un nuevo staff de docentes y con otros contenidos y protocolos de actuación.
Sin embargo, esta Policía Local, a pesar de que se le da mayor injerencia a los intendentes, continúa dependiendo del Ministerio de Seguridad. Esto es un problema porque introduce el doble comando: los intendentes, que deben negociar con el gobierno provincial la cantidad de agentes en función del presupuesto que se le asigne, señalan las demandas de los vecinos, pero el Ministerio de Seguridad continúa definiendo el contenido de las tareas operativas.
Se trata de una policía que coexiste y superpone con las otras fuerzas de seguridad, toda vez que en el mismo territorio, además de la Policía Local, seguirán interviniendo los agentes de la Bonaerense asignados a cada comisarías y del Comando de Prevención Comunitaria, además de las patrullas municipales, esas fuerzas de choque que muchos intendentes fueron organizando discrecionalmente en la última década, que no solo están exentas de rendir cuentas sino que tampoco tienen marcos regulatorios. Municipios, muchos de ellos, que suelen recibir refuerzos de la Gendarmería Nacional o la Prefectura Naval para multiplicar retenes y puntos de control, así como la presencia de agentes de seguridad en los “barrios más calientes”.
Conviene destacar que el emplazamiento de la Policía Local se da en las zonas que, hoy por hoy, se encuentran sobreaseguradas, es decir, en barrios —el centro de la ciudad o determinados corredores o circuitos turísticos o comerciales— donde, además de las fuerzas de seguridad mencionadas arriba, cuentan con servicios contratados de seguridad privada y sistemas de vigilancia monitoreada pública y privada. Mientras que los barrios pobres, territorios donde —dicho sea de paso— más suele afectar el delito predatorio —las prácticas violentas para distribuir la pobreza—, quedan ligeramente desprotegidos o expuestos a sus propios recursos, a tener que desarrollar estrategias de seguridad o resolución de conflicto no siempre pacíficos —linchamientos, escraches, justicia por mano propia—. Prácticas que también le agregarán mayor incertidumbre a la vida cotidiana realimentando el círculo de la inseguridad.
Esta situación de superposición institucional y doble comando puede llegar a producir una serie de tensiones y conflictos entre las distintas fuerzas, y entre el gobierno local y el gobierno de la Provincia, sobre todo a la hora de determinar la responsabilidad política por las acciones u omisiones que llevarán, tarde o temprano —si no se avanza en una reforma policial integral— a que la Bonaerense termine absorbiendo a la Policía Local, como sucedió con la Pol 2 creada en su momento por León Arslanian.
Al miedo al delito, cotillón y uniforme
Si la prevención es el nuevo fetiche de los funcionarios, los operativos de saturación constituyen la respuesta de rigor. Nos hemos acostumbrado a que en cada coyuntura electoral o frente a cada crisis política motivada por algún evento de gran repercusión mediática, las calles se abarroten de policías. Una de las formas más rápidas para mandar mensajes a la ciudadanía, además de vestir a los efectivos con chalecos naranjas y dotar de potentes luces azules a los móviles vehiculares, consiste en multiplicar el número de agentes y operativos de visibilidad como por ejemplo retenes, razias, allanamientos masivos, patrullamientos nocturnos, detenciones por averiguación de identidad y cacheos en el espacio público.
Estas acciones se llevan a cabo en el marco de las políticas de saturación policial o prevención situacional o ambiental, una de las ideas-fuerza que definen al paradigma de la Tolerancia Cero y el prudencialismo, cuyo objetivo principal ya no son las acciones individuales ilegales, sino los estilos de vida de los grupos de pares referenciados como peligrosos, identificados por el vecinalismo como problemáticos y productores de miedo.
El prudencialismo ha redefinido el rol de las policías, redefiniendo su objeto de atención. Teóricamente, las policías de visibilidad ya no están para perseguir el delito sino para prevenirlo, y prevenir significa demorarse en las incivilidades, es decir, en aquellos pequeños eventos cotidianos que si bien no constituyen un delito estarían creando las condiciones para que el mismo tenga lugar.
Y decimos, además, “teóricamente” porque en la práctica, el objeto central del patrullamiento preventivo es, como venimos diciendo, el miedo al delito. De lo que se trata es de desalentar o disminuir la sensación de inseguridad, que los vecinos se sientan más seguros. Los funcionarios saben que la gente se sentirá más tranquila si en la esquina de su casa hay dos policías, una cámara de vigilancia o si cada 15 minutos pasa un patrullero.
Sin embargo, ese emplazamiento ostentoso en el territorio difícilmente puede hacer retroceder el delito callejero. En el mejor de los casos contribuirá a mudarlo de zona, porque difícilmente los “ladrones” vayan a inmolarse en las zonas sobreaseguradas donde confluyen todas las fuerzas policiales. Eso sí, será una fuente de nuevos conflictos, toda vez que fomenta la cultura de la delación y los procesos de estigmatización social de parte de los vecinos alertas, y alimenta la bronca de los jóvenes que se verán vigilados y excluidos de transitar determinados lugares o hacerlo a determinados días o en determinadas horas.
Demagogia punitiva a votar
En definitiva, la forma que asume la actual prevención situacional es la expresión de la demagogia punitiva y la falta de planificación en materia de política pública. Cuando las gestiones de gobierno dejan mucho que desear, o los candidatos no pueden ser transparentes en sus verdaderas intenciones, en tiempos electorales, la seguridad será la vidriera de la política. Ahí estarán todos juntos jugando con la desgracia ajena, manipulando el dolor del otro, prometiendo una de las pocas cosas que saben hacer: ofrecer más policías, más penas y más cárceles a cambio de votos.
*Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno. Miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional.