La cosa está afuera

Aguafuertes marplatenses de un renegado periodista nacido en el Interzonal. Ojo de halcón que ve en simultáneo el plano general y el plano en detalle (que es lo mismo que decir: Jorge, el que no puede dejar de encontrar el pelo en la sopa).

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Foto: Juan Pablo Buceta – Ilustración: Luciano Cotarelo

Salvo que se venga el apocalipsis zombie, las calles vacías son en verdad un oxímoron, que solo es concebible como verdad en tiempos muy limitados (la final de un mundial, las siete de un primero de mayo), pero basta la presencia de una persona o un auto, para que debamos considerarlas ocupadas otra vez.

Si pudiéramos ser un dron que lo filma desde el aire, el ejido urbano es un gigantesco vertebrado, cuyo esqueleto es de asfalto, de granza y de tierra. En las calles, en esa totalidad que es la calle, siempre hay alguien, aunque no lo veamos, caminando por una de las costillas.

La calle que presumimos vacía asusta, si uno se siente el único a merced de los otros. Como Will Smith en Soy leyenda.

Una barrita de amigos se formó en mi cuadra, algo raro que pase en los tiempos que vuelan. Vió que los chicos de ahora no salen, están de la casa a la escuela, de la escuela a la colonia, de allí a la agenda obligatoria -cultural o deportiva- que le prescriben contra el ocio, hasta llegar a este lugar (paradójicamente inexplorado), este no lugar, este todos los lugares que es la computadora, nuestro escudo anti-afuera. Con tablets y celulares, ese refugio es portátil, reemplazando el aburrimiento de cualquier espera por el aburrimiento de ver qué postean otros aburridos. Y si salen, si finalmente salen al mundo exterior, no será sin rumbo predeterminado, no será al garete, adonde la tarde los lleve, saldrán a un afuera que no les pertenece.

Y no solo los pibes, nosotros hemos perdido la costumbre de salir a la vereda a tomar mate (jamás la tuve, hablo por los demás). El verbo «puertear» ha quedado reducido a un instante sexual y ya no es esa mezcla de chismorreo y sociabilidad que implicaba sacar silla y equipo de mate en los atardeceres de los meses cálidos. El recuerdo que me llega de ese tiempo pasado contiene silencios y contemplaciones, dejar las horas ir.

Obviamente, a grandes y chicos nos devoró la inseguridad, querido, que así no se puede vivir.

Antes de que me rajen de mi columna por reiterativo, traigo unas palabras del gran psicopedagogo italiano Francesco Tonucci. Él dice que los niños deben estar en la calle, siendo ese su espacio natural. Y cuando le replican que no, que la calle es insegura, Tonucci responde «la calle es insegura porque no hay chicos en ella». Porque si nuestros hijos estuvieran en la calle, habría adultos controlando, uno estaría viéndolos o yendo a buscarlos y el delito no sería tan factible.

La calle es insegura porque la gente “de bien” (la que no sale de caño, la que a lo sumo gerencia un banco) se fue de ella, dejando el espacio público a chorros y malvivientes. Si mañana todos saliésemos a la vereda, ¿dónde podrían atacar los delincuentes sin ser vistos? Los asaltos proliferan en el aislamiento colectivo, en la reducción voluntaria de los espacios que transitamos los no ladrones. Las cámaras ven pero no alteran el orden, capturando para los noticieros el espectáculo que protagoniza un elenco que entra en escena cuando el nuestro se guarece en camarines.

Imaginemos que es al revés, que somos todos delincuentes y cada casa es una celda que nos detiene. ¿ Cómo le resultaría más fácil a un carcelero cagarnos a palazos? ¿Con todos a la vez en la puerta o cada uno en su jaula?

Por cierto, la segunda alternativa facilita las cosas, de a uno por vez nos surten.

Además de alternativas a largo plazo que pasen por mejorar las condiciones de vida, reforzar el sistema educativo, enseñar y ayudar a ser padres a quienes por estar en el círculo perverso de la pobreza no han podido aprender, promover más formas de expresión cultural o la práctica de deportes en las zonas del margen, una medida de corto plazo para salir de la cueva, sería salir de nuestra cueva, encontrarnos, mirarnos, escucharnos. Salir a la vereda a tomar mate o fernet, que los chicos también se junten a chatear en vivo, para armar una casita con ramas o, si todavía no sobrevino el apocalipsis digital que así los obligue, tomar un poco el aire y ser más libres.

Quien te dice alguno aprenda a andar en bici, y hasta lo dejen cruzar la calle.

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