Al calor del verano
Aguafuertes marplatenses de un renegado periodista nacido en el Interzonal. Ojo de halcón que ve en simultáneo el plano general y el plano en detalle (que es lo mismo que decir: Jorge, el que no puede dejar de encontrar el pelo en la sopa).
Foto: Juan Pablo Buceta – Ilustración: Luciano Cotarelo
–Vas a tener que ir al Provincia a depositar las tarjetas…
–¡Pero yo salgo en media hora!
–Depositás y después te vas.
Ese fue el momento exacto en que anidó en mí este sentimiento vergonzante, esta mácula que hasta ahora permaneció oculta de la vista de los demás, mi lado monstruoso.
Por supuesto era un verano. Seguramente mi primer verano como cadete, así que era el hotel Winter (qué paradoja), sobre la calle Belgrano. Mis primeros días allí, después de la alegría inicial de haber obtenido mi primer empleo formal, en la temporada previa al comienzo del secundario, no fueron en absoluto lo que esperaba. Es que el señor Sabio –el dueño, un viejo trajeado y con olor a geronte, de modales semejantes a los del Sr. Burns, de reloj con cadena- me ordenó que vaya a la construcción de al lado, a la que luego se convertiría en la ampliación del hotel, para trasladar tres metros de arena desde la planta baja al primer piso. Con la obediencia propia de los primerizos, fui a la obra, me quité corbata y camisa, y empecé a palear el material hacia un ascensor metálico, que, una vez lleno, descargaría arriba palada por palada. Empapado en sudor, debo haber hecho el viajecito unas mil veces. Y una vez transportada la arena, debí subir pesados radiadores, uno de los cuales se me cayó sobre una línea de cables, electrificando el elevador por un instante. Tenía 13 años.
Días después, mis tareas sí fueron de camisa y corbata: acarrear valijas de contingentes salientes, subir valijas de contingentes entrantes, caminar todos los pisos para detectar adónde se trabó el ascensor, atontar murciélagos a bandejazos para luego tirarlos por el inodoro, llevar almohadas o toallas a la habitación, servir 150 desayunos a la vez, mantener impecable la conserjería con franela y Blem.
No obstante, hasta allí no habían aparecido los malos pensamientos. Fue ese día, el del banco, el momento fatídico en que me convertí en un enemigo del pueblo.
Cinco cuadras, depositás y te vas. Hay que ubicarse en las temporadas de la década del ’80: en Mar del Plata estaba todo el maldito mundo, todo el maldito mundo estaba al mismo tiempo en Mar del Plata. Veranos en los que las familias de mi barrio se mudaban a un departamentito en el fondo, para alquilar durante los tres meses la casa principal. Olmedo metiendo 120 mil espectadores con su Manosanta, filas kilométricas para cenar. Cinco cuadras no eran entonces cinco cuadras. Eran más de quinientos metros de una marea humana atestando la peatonal, oliendo a bronceador, oliendo el aire a aceite recalentado, veraneantes caminando cansinamente con sombrillas y canastas hacia el mar. Una mole de carne y piel enrojecida que se había ganado el derecho de tomar mi espacio por asalto. En medio de un calor extremo (que sólo menguaba el aliento fresco con hedor de basura que emanaba de alguna entrada de garage), pidiendo permiso, suplicando que el cielo me libre de tanta gente del camino para llegar al banco, depositar e irme a mi casa a bañarme, a comer y a sentirme a salvo de la invasión, cinco cuadras que –ellas solas- me deben haber insumido la media hora que me separaba de la campana de salida, finalmente llegué. Todo para descubrir que el camino se había fundido con la meta: la cola del banco me dejaba en la mismísima peatonal, de la que creía venir escapando. Ese es el momento exacto en que se cortó mi lazo con el pensamiento correcto de esta ciudad. Con un nudo en la garganta por el horario ya incumplido (siempre tuve este trastorno acerca de la puntualidad), ciertas imágenes de destrucción masiva ganaron mi cabeza. Una granada entre la turba, subirme a un edificio alto con un rifle de francotirador para disparar entre carcajadas diabólicas, envenenar el agua. El armagedón se apoderó de mí ese día, para ya no soltarme.
Me hice experto en silenciar esta dolencia, en caretearla. Porque con una buena temporada nos salvamos todos, en definitiva vivimos de esto. Claro que sí patrón, claro que sí.
–Buenos días, ¿ qué van a tomar?
–Traeme, a ella un cortado liviano en jarrita y a mí un ristretto, ¿lo conocés?
–Sí, señor, lo conozco.
–Porque nadie lo sabe hacer. Bueno, un ristretto para mí y dos medialunas…¿querés dulces o saladas? Dos saladas. Y rápido que nos tenemos que ir.
–Enseguida…
–Y dos vasitos de soda por favor. Metele.
Sí, le meto, porteño del orto, le meto, vas a ver cómo le meto. Le siguen a ese monólogo interior, una sucesión de imágenes demasiado fuertes para esta columna.
Más tarde me hice periodista y también responsable por mis dichos al aire. Si bien nunca he tenido pelos en la lengua a la hora de decir mi verdad, me he ocupado mucho de silenciar estos pensamientos ominosos. Esta columna es una pequeña muestra.
No me pidan más. Perdonen si no me atrevo a mencionar aquello que no me banco.