Aguamenti

Aguafuertes marplatenses de un periodista enojado con el mundo. El ojo del halcón que ve en simultáneo el plano general y el plano en detalle (que es lo mismo que decir: Jorge, el que no puede dejar de encontrar el pelo en la leche).

 aguamenti

Foto: Juan Pablo Buceta – Ilustración: Luciano Cotarelo

Aguamenti: hechizo que produce una gran cantidad de agua pura y cristalina de la punta de la varita. Se enseña en el sexto año a los estudiantes del Colegio Hogwarts de magia y hechicería en clase de encantamientos.

 

A veces vemos el mar. Damos el mar por sobrentendido, es un concepto general acerca de eso enorme que está ahí y que de vez en cuando relojeamos a la pasada, yendo a norte o a sur.

Qué lindo está el mar, qué picado está el mar, parece una pileta el mar esta mañana.

Pero para ver el mar, hay que ir especialmente. Debe estar despojado de gente, libre de bañistas la ruta hacia su vista. Porque en verano –por ejemplo- lo que se ven son las sombrillas, los culos y las promociones; el mar es una locación de fondo para todo lo demás que ocurre a su vera.

Una hija me preguntó a sus 3, mientras pasábamos con el bondi por la costa, ya entrando el anochecer: ¿Por qué siguen llegando las olas, si ya no queda gente en la playa?

Magnífico y poético pensamiento, muy occidental, muy niño, considerar a la naturaleza un servicio antropocéntrico.

El mar es un sistema complejo. El mar no es el mar, sino una combinación del agua, el viento, la arena revuelta, la espuma salada, la luna, el sol y sobre todo el cielo con sus nubes. En ocasiones es verde, a veces gris o azul metalizado como papel glacé; de noche el mar es negro.

El otro día lo miré. Estaba de un gris verdoso en general, pero allá más lejos presentaba otros colores, había unas nubes abiertas por donde se colaban rayos de sol, dando esa imagen de un dios haciendo anuncios. Mientras tanto, un tipo en moto iba por la escollera, y yo pensé que iba a saltar cuando llegara al final. Pero no, en vez de eso, para mi alivio y contra mi morbo, el chabón paró y sacó su caña. Eso al menos entendí que hizo su silueta.

Otro día hablemos de suicidas, de cómo el mar se los lleva un tiempo y los trae diferentes contra las rocas.

En esta ciudad tenemos una extraña relación con el mar. Creo que porque es adorno y es pescado, pero no un medio de comunicación. Es un mar que no nos lleva a ninguna parte, por lo que daría lo mismo si terminara en el horizonte. Es un mar sin poesías, es el borde de la pampa.

Pero yo no quería hablar del mar sino del agua. ¿Sabía usted que -en mi ciudad- el agua de la canilla es prácticamente mineral? Pues sí. Y qué oportuno sería que esa idea cunda, ahora que Coca Cola envasa agua, ahora que hay tanta empresa que te instala un dispenser en la oficina. Cuando yo era chico, el agua mineral se pedía en las parrillas para no ser ratón. “Y para tomar, un Suter etiqueta marrón y dos agüitas, una sin gas y la otra con”. Después se inventó la salud y la admonición de las gaseosas. El compromiso con la vida se demuestra, entre otras cosas, comprando agua. En estos días se me ha ocurrido envasar agua de la canilla y venderla adonde corren. Pero no va a andar. Si no tiene precinto, van a creer que la botella tiene cosas malas adentro, no industrializada sería poco confiable. Le creemos más al mercado que a la gente.

Como sea, en esta ciudad empujamos los excrementos con agua mineral. ¡Lo que es la abundancia! En China, adonde unos 50 millones de chinos pasan por año del campo a la ciudad, si hicieran lo mismo cagan su ecología. Allá hay aguas blancas y aguas grises, y es con estas últimas (las que se juntan de la lluvia) con la que hacen andar los inodoros y riegan las plantas.

Hablando de eso. No digo que todo tiempo pasado fue mejor, pero antes se regaba mucho más. Cuando caía el sol, los vecinos sacaban la manguera. Ahora la gente se mete para adentro. El otro día –lo juro- vi a una señora regar el pasto de la vereda desde adentro de una reja.

Que fluya. Es moderno decir que fluya. No planifiques, no se puede, “que fluya”. Tiempos, amores, política, humanos líquidos. Es cierta nuestra constitución mayormente acuosa, pero también lo es que cada uno es un continente. Pero dejalo fluír.

En auto, el tránsito puede ser fluido. Pero transitar a pie se complica, sea por la calle o por la vereda. Por las veredas no se puede fluir.

Hay una parte de la ciudad, el macrocentro, que dice una cosa, y ni bien te alejás, el resto de la ciudad dice otra, como si hubiera cambiado de opinión al crecer. El centro dice que sus veredas son un espacio colectivo, público, socializante, integrador (con excepción de los paralíticos), que son aptas para fluir, para ser andadas y mirar las vidrieras y entrar a preguntar por la oferta de calzoncillos, todo en un continuo de baldosas comunes. Los barrios, en cambio, dicen que la vereda es del dueño de la casa y de su coche. Lo dicen con senderos que se cortan (que no son tales), lo dicen con sus altibajos, con sus perros que asoman el hocico, lo dicen con sus luces que detectan movimiento, con sus jardines colgantes, con sus caras de espanto si pasás al borde de la entrada.

Por los barrios no se puede fluir.

Lo único que fluye por aquí y por allá, el hilo conductor de la ciudad, es el agüita del cordón, ahí donde los chicos hacíamos correr barcos de papel los días de lluvia.

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