Todos podemos ser escrachados
Un fantasma recorre el mundo. El fantasma del escrache. Entre los privilegios que la cuarta ola feminista está demoliendo, se encuentra el de la impunidad frente a los acosos y abusos sexuales. Todos los días aparece un nuevo señalamiento y el mundo masculino tiembla. ¿Quién sigue? Un hombre ofrece algunas claves para pensar qué hacer.
Imágenes: Hebe Amancay Rinaldi
*Publicado también en Pausa
No me asusta
que una mujer
salga a decir
que fue mi víctima.
Me asusta que una mujer
pueda haber sido
mi víctima.
Fragmento de La primera piedra, de Gonzalo Geller.
Con mi hermano más grande solíamos jugar a la pelota adentro de casa durante la siesta. Casi siempre ese juego terminaba con un plato, un vaso y hasta una puerta de vidrio rota. La mayoría de las veces nos la ingeniábamos para que nadie se dé cuenta; sobre todo, para que mi papá no lo hiciera. Había un punto a favor, contábamos con la complicidad de nuestra mamá. Recuerdo que un día decidí dormir la siesta y no quedarme jugando. Luego de que mi padre me despertó, fui con él al comedor y entré justo en el momento en que mi hermano volteaba de un pelotazo un vaso. El vaso estalló en el suelo y lo primero que hice fue mirar a mi papá y, en complicidad con sus gestos, acusé con una mirada —mezcla de decepción y vergüenza— a mi hermano.
Esta posición me remite a los varones que buscando acompañar la lucha feminista ante un escrache, se ubican en el lugar de “¿cómo pudiste haberlo hecho?”, sin problematizar las veces que fuimos parte, cómplices o protagonistas de hechos en mayor o menor medida machistas.
Así empezaba este texto cuando lo comencé hace cuatro meses. Hoy ya es viejo, y eso es lo bueno de los tiempos revolucionarios, son inatrapables y difíciles de analizar.
La violación del macho Eguillor y la violación del macho Darthés, sus repercusiones mediáticas y, referido a la segunda, el cómo se dio a conocer por el colectivo de mujeres actrices, marcó un salto cualitativo. Es un hito del largo proceso de cuidado sororo mediante el cual las mujeres no solo se habilitan, acompañan y abrazan, sino que se organizan para llevar adelante las denuncias públicas de miles y miles de abusos a través del método del escrache (en el cual encontraron una manera de que las injusticias vividas en sus cuerpos e identidades tenga al menos un gramo de justicia).
El verbo escrachar (rajar, rayar, romper, destruir) viene del inglés scratch (marcar, rasguñar, romper). Esta palabra parece ser una confluencia del inglés arcaico scratten (rayar) y crachen (romper).
Junto a esta inusitada fuerza del escrache, estos varones que hace un tiempo andábamos señalando con el dedo, silenciosamente, a quienes eran acusados, nos encontramos hoy buscándonos en las listas de acosadores, abusadores y violadores en las redes sociales. Suspirando cada vez que no aparece nuestro nombre, implícitamente nos vamos dando cuenta que sí, que todos podemos ser escrachados. El miedo cambió de bando. ¿Y ahora?
Asumir que estamos cagados es un paso, pero ¿nos vamos a quedar rezando a San Falo para que nos proteja de ser escrachados? ¿Tratando de zafar sigilosamente con recortes de citas de Rita Segato? ¿O aprovechamos y vamos en serio a darle al patriarcado, a nosotros mismos y a nuestra historia?
Todos podemos ser escrachados. No estar en las listas es una cuestión de suerte o de tiempo. Fuimos criados para ser abusadores y violentos y para disciplinar las femeneidades que conviven con nosotros en este modelo de sociedad. Lo que nos salva de aparecer en la lista es la distancia mínima que hay entre un abuso y un micromachismo, es algo alterado en el orden, es una educación que haya ido por fuera de lo establecido, algún vínculo diferente o el privilegio de “haber construido” conciencia crítica o de contar con herramientas para no naturalizar, a veces ni siquiera todo eso.
En las charlas entre varones el miedo aparece como ¿qué pasa si te escrachan y justo vos, bendito, sos una excepción y la acusación es infundada, y te destruye tu carrera, tu imagen social, te aniquila emocionalmente? Aun así contamos con el privilegio de que eso es lo máximo que nos puede pasar: una condena social. Aun así nuestra vida y nuestro cuerpo no corren el riesgo de ser abusados, violados o asesinados. Así está de desigual la cosa. Ser escrachado es hasta un privilegio, con respecto a lo que les sucede a las mujeres.
Escribir esta nota también es un privilegio en un mundo donde los hombres tomamos o tomábamos la palabra sin pudor, ni miedo a equivocarnos y a las mujeres se les exige o exigía mantener el silencio incluso cuando eran violentadas, incluso hoy que ya no se callan, este mundo se encarga de poner en duda su palabra y de rebuscádamente cambiarles el lugar de víctima por el de victimaria dudosa, cuestionando si será verdad lo que acusan. Así son las defensas de este sistema inmunopatriarcal.
Causa y consecuencia
¿Qué es el patriarcado? ¿Cuándo llegó? ¿Hay alguna posibilidad de que yo no sea machista o no reproduzca la cultura patriarcal? ¿Qué hago? ¿De qué se trata la cultura de la violación de la que tanto hablan las pibas?
Más de cinco mil años tiene de vida esta organización social llamada Patriarcado, más de 170 generaciones organizaron, reprodujeron y transformaron su vida bajo este sistema político, económico y vincular que viene configurando la forma de nacer, de criarnos, de educarnos, de trabajar, de convivir, de desear, de tener relaciones sexuales, de amar, de gozar. Nada hay en nosotros (y nosotras) que se haya configurado por fuera.
Pero, ¿esto hace que lo legitimemos o naturalicemos? No, nos da información de las causas y nos ayuda a pensar que la violencia de género no es una problemática de clase cómo a veces se cree, se interrelacionan y son hermanos cómplices. La lucha contra el capitalismo es solo una arista en la lucha contra el patriarcado.
En el libro Mujer, vida y libertad del movimiento de mujeres de Kurdistán se analizan las sociedades anteriores al patriarcado, sociedades matrifocalizadas o construidas alrededor de las mujeres, y entre tantos datos recogen la inexistencia de la propiedad privada, las expresiones culturales en comunidad y la no existencia de la violencia. La última se instaura cuando el hombre, que tenía el papel de cazador, toma el poder junto al chamán y al sabio, (triada que es modelo de lo que después se llamaría Estado).
Lo que busco dejar en claro es que todos los poderes están de nuestro lado sosteniendo este Patriarcado: que nacemos de manera patriarcal en una institución que no respeta el cuerpo de nuestras madres (con un médico que ordena y muchas veces maltrata el cuerpo de la mujer que nos albergaba). Vamos a otra institución donde se nos educa y cuenta una historia del mundo androcéntrica, construida y contada por machos, nuestras referencias de relaciones las encontramos en una televisión que muestra la mujer como objeto y hasta hace no mucho, a un Francella abusando de una adolescente nombrada por él “la nena”. Aprendemos a coger con la pornografía falocentrista y violenta centrada en el puro “placer” de un tipo que trata a la mujer como un recipiente donde meter su pito.
Nacemos de todo esto y algunas cosas más: todos podemos ser escrachados.
Y ¿entonces qué hacemos?
Mi compañera dice que para ser feminista primero hay que declararse machista y yo creo, en esa misma línea, que para dejar de ser un hijo ultra sano del patriarcado, hay que declararse un hijo machista de este sistema, buscar la causa, buscar los síntomas, identificarse, compartirse en colectivo e ir al fondo. Sanar los vínculos con nuestra madre, con nuestras hermanas y con nuestras compañías actuales y pasadas. No naturalizar los celos ni los mecanismos de control y posesión de las otras personas, reconstruirnos en el cotidiano como sujetos menos violentos, menos cosificadores. Modificar las formas de ser, de amar, de tener sexo, salir del falocentrismo y el placer androcéntrico.
Mirarnos al espejo, vernos el Darthés, el Eguillor, el Monzón, el Olmedo, el Francella que está ahí firme o escondido, adentro y afuera, entender que son nuestros representantes, que condensan nuestra cultura y sintetizan quienes somos. Son nuestros mejores portavoces. Dejar de verlos como enfermos, como el hermano que rompió el vaso, dejar de zafarla y verla desde afuera, aprovechar este tremendo movimiento para dejarse caer, comprender que “varón no se nace” y que ningún varón está en un mejor lugar, que estamos todos revolcados en la mierda patriarcal. Comprender que también de la mierda salen flores, eso sí, no mágicamente, sino después de todo un podrido proceso.
Reconocer los privilegios, juntarse con otros varones para ello, ver qué estrategia darnos para que dejen de ser privilegios; porque donde hay un privilegio, falta un derecho. Dejar de caretearla y de jugarla de políticamente correcto. Hacer silencio, hacer silencio.
Si queremos honestamente apoyar la lucha feminista, nos toca soltar la bandera y el protagonismo ocupado por tantos años y hacernos cargo de lo que está debajo de la alfombra, nos toca limpiar el baño y sacar la basura en la organización que estemos, laburar con quien esté más sucio que nosotros, ayudarnos a hacernos cargo responsablemente de lo que generamos como varones y ceder los lugares donde estuvimos estáticos. Ver casa adentro, relación adentro, cama adentro cómo se expresan nuestras opresiones, cuánto de la cultura de la violación, cuánto del sometimiento y cuánto del consenso existe en nuestras estructuras de pensamiento y maneras de ser. Poner la lupa, enfocarse en uno y salir a encontrarse con otros varones como práctica constante. Dejar la complicidad y el encubrimiento, ver cuánto de nuestro placer y deseo está en que la otra persona esté sometida. Comprender que forman parte de nuestra subjetividad, de lo personal, y que no estamos acostumbrados como varones a sabernos tan profundo, que va a ser complejo pero que vale, que es necesario declararle la guerra a nuestro macho, pero entender también que las guerras nacieron con el patriarcado. Deconstruir es reconstruir, ver cuándo ir despacio pero sin dejar de ver que es urgente, crear nuevas formas, dejar de sostener si queremos que realmente caiga.
Del primero al cuarto poder están encargados de sostener este sistema, pero hay quizás un otro poder, el del feminismo, un poder que apunta no a someter sino a liberar, un poder hacer con otres un mundo menos desagradable.
Es hora, dejémonos aplastar.