Pánico electoral

La resolución de uso de armas de fuego firmada por la ministra Patricia Bullrich, además de consagrar la doctrina Chocobar, revitaliza el debate sobre la utilización de la seguridad como vidriera de la política. Una operatoria conocida que busca correr la crisis de la esfera económica hacia territorios más controlables. Y un anticipo de la posible estrategia electoral de Cambiemos: pánico moral y chivos expiatorios para intentar retener el gobierno en 2019.  

Fotos: Diego Izquierdo y Pablo González

1.

Sabemos que un Estado débil no es incompatible con un Estado fuerte. Sabemos que cuando los Estados se ajustan y descomprometen de las cuestiones sociales, tienden a endurecer sus políticas de seguridad. Y sabemos además que cuando eso sucede la seguridad se convierte en la vidriera de la política y los funcionarios salen a la pasarela de la mano de los “policías heroicos” y los “vecinos valientes”. La debilidad económica dependerá de la debilidad política, es decir, de la capacidad de fragmentar y poner entre paréntesis a la política. En ese sentido, el déficit cero estará atado a la tolerancia cero y a la habilidad del gobierno para encender las pasiones punitivas.   

En los últimos meses, en un contexto de inflación y recesión persistente, cuando se estaba negociando el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y debatiendo la ley de presupuesto, el gobierno empezó a apuntar con mayor énfasis a determinados actores sociales que venían siendo identificados como peligrosos: La doctrina Chocobar para los pibes chorros; el desplazamiento militar y la saturación policial para las nuevas amenazas; la provocación policial y la movilización del grupo de operaciones motorizados de la PFA contra la protesta social; el show judicial contra la corrupción. Estas acciones tienen epicentro en la cartera de seguridad que conduce la ministra Patricia Bulrrich, una funcionaria que hizo de la pirotecnia verbal la manera de atraer la atención y gestionar la conflictividad social. La performance no es inédita, si no tan vieja como el neoliberlismo. Más aún, podría sostenerse que cuanto más se contrae el gasto social, más se expande el gasto policial. La expansión del mercado dependerá del declive de la política: no hay valorización económica sin banalización política.        

2.

A mediados de los setenta, en el preludio de lo que después conocimos como “neoliberalismo”, cuando la crisis económica estaba impactando en Inglaterra, Stuart Hall y Tony Jefferson publicaron el libro “Vigilando la crisis: el asalto, el estado y la ley y el orden”. La crisis económica estaba licuando la legitimidad política del gobierno de entonces, una crisis que estaba traduciéndose en una crisis de confianza: los dirigentes empezaban a tener serias dificultades para dirigir a los sectores subalternos. Ese descreimiento se verificaba enseguida no sólo en el aumento de los conflictos laborales sino en la expansión de otros estilos de vida juveniles que contradecían las estructuras parentales, esto es, las maneras “correctas” de estar en la sociedad. Frente a esas circunstancias el funcionariado no se quedó de brazos cruzados sino que recompuso la confianza a través de nuevas herramientas, una de ellas fueron las campañas de pánico moral.  

Se trata de una investigación colectiva realizada por la conocida escuela de Birmingham sobre el papel que juegan las retóricas policiales en las crisis políticas. La tesis que sostienen los autores, tributaria de las ideas de Althusser y Gramsci, es que los mass media operaron como un aparato ideológico de estado. La prensa fue un cierre ideológico a una crisis hegemónica. Me explico: el rótulo de “asalto callejero” fue la manera de ubicar la crisis afuera de la economía, la manera de desplazar la cuestión social por la cuestión policial. De esa manera, policializando los conflictos sociales buscaron no solo vigilar la lucha de clases, sino disimularla y contenerla para procurar desandarla.  

La operación era sencilla, se trataba de cargar las tintas sobre los actores más vulnerables, hacia los jóvenes en general y a la juventud afroamericana en particular. El “joven negro” fue referenciado como el protagonista de los atracos o “asaltos callejeros” hasta convertirse en el chivo expiatorio de las angustias que empezaban a afectar a todos los británicos, incluyendo a los trabajadores. Los sectores populares vieron en los “negros” recién llegados de África o el Caribe, y en la contracultura rock, la causa de sus malestares. Si no les sacaban el trabajo, se dedicaban a ofender sus estilos de vida o a robar sus pertenencias. Es decir, la clase dirigente se dio cuenta que el delito, la guerra contra el delito (“las tropas de asalto contra el asalto callejero”), era una de las pocas fuentes simbólicas de unidad en una sociedad de clases cada vez más desigual y polarizada. El problema no era sólo el delito sino los mundos que rodeaban el delito, las concepciones de mundo diferente de los jóvenes. Detrás del delito había otras identidades que creaban condiciones para el desarrollo de otras experiencias de resistencia.    

Con las políticas de pánico moral se agitaban los fantasmas de los trabajadores y la clase media, se avivaba la indignación de los sectores populares hacia los “negros” en particular y la “contracultura” en general. Esa indignación era el punto de partida para recomponer un consenso, resultaba ser la expresión del nuevo consentimiento que había que saber dirigir para superar la crisis hegemónica en tiempos de desocupación y colapso del paradigma de Estado Bienestar. La indignación frente al “asalto callejero” y la “contracultura”, frente a los ilegalismos juveniles, constituyeron el nuevo punto de apoyo para construir un nuevo consenso social. Digo: estos nuevos rótulos (“asalto callejero”, “subculturas desviadas”) fueron la oportunidad de las clases dirigentes para reintroducir malentendidos al interior de los sectores populares, mientras iban componiendo nuevas subjetividades que serían un gran colchón para encarar las reformas y expandir el mercado en las próximas décadas.  

3.

Stanley Cohen, autor de Demonios populares y pánicos morales, decía que periódicamente las sociedades entran en pánico: “Un episodio, una persona o un grupo de personas aparece y es descrito como una amenaza para los valores e intereses de la sociedad; los medios de comunicación lo presentan de forma estilizada y estereotipada; editores, obispos, políticos y otras gentes de la derecha se atrincheran entonces en sus combates morales; expertos socialmente acreditados pronuncian sus diagnósticos y soluciones; se buscan alternativas para afrontar el problema o (lo más frecuente) se recurre a ellas cuando no hay remedio; entonces la condición desaparece, se sumerge o deteriora y se vuelve más visible”. “Cuando la reacción oficial a una persona, un grupo de personas o una serie de acontecimientos no guarda absolutamente ninguna proporción con la amenaza real existente, cuando los ‘expertos’, bajo la forma de los jefes de policía, el poder judicial, los políticos y los editores, perciben la amenaza en términos casi idénticos (…), cuando los medios enfatizan los aumentos ‘repentinos y drásticos’ (…) y la ‘novedad’ en una medida mucho mayor de lo que una evaluación sobria y realista podría sostener, entonces creemos que es apropiado hablar de un pánico moral.” 

Los pánicos morales, entonces, son representaciones exageradas de la realidad, una manera de contar a los hechos, identificados como problemáticos, de manera tal que no guardan ninguna proporción con lo que realmente sucede. Un proceso de significación pública amplificado de episodios de conducta desviada para crear una sensación de riesgo creciente. Es decir, el pánico es moral porque es una experiencia subjetiva, una narrativa vivida según los fantasmas que asedian el imaginario de cada uno, según los resentimientos abyectos que cultivan impacientemente entre todos a través de las habladurías. Con la experiencia pánica los hechos dejaron de ser verdaderos para volverse más reales que la propia realidad. Cuando se amplifican los problemas se modifican las maneras de habitar la ciudad, se constriñe el universo de relaciones, y la manera de relacionarnos con el otro. El otro deja de ser el prójimo (próximo) para volverse alguien cada vez más extraño (lejano). El pánico moral funciona como los mitos, son pedagogías paradójicas puesto que, primero, tienen la capacidad de escindir a la sociedad, de cortarla en dos, distinguiendo y separando a los buenos de los malos, generando malentendidos al interior de los sectores populares. En segundo lugar, el tratamiento desproporcionado (espectacular y a veces sensacionalista) que se hace sobre los hechos en cuestión, tienen la virtud de no generar escisiones: el asesinato de una mujer embarazada en una salidera bancaria tiene la capacidad de juntarnos a todos. Más allá de que uno viva en una villa y el otro en un countrie, haya votado a Cambiemos o al kirchnerismo, todos nos vamos a sorprender diciendo “¡qué barbaridad!”, “¡cómo puede ser!”. Parte de la religión, dijo Charly García: aquello que nos separa es los que nos une. Necesitamos chivos expiatorios para producir un consenso social, y esos consensos no se improvisan sino que hay que fabricarlos con el aporte de la industria cultural que blinda al gobierno.  

El pánico moral es un punto de vista moral de las cosas. Aquellas imágenes-fuerza no tienen pretensiones de objetividad. Se trata de creer o reventar. Antes que arrojar luz sobre los problemas que nos preocupan, se apresuran a encandilarnos. Como decía Rousseau: que ciegos estamos en medio de tanta luz. Son narrativas que no quieren comprender nada sino apresurarse a abrir un juicio negativo sobre los actores alcanzados con las etiquetas que le van calzando al otro absoluto. Consignas que sincronizan las emociones para ir cerrando filas contra determinados demonios que asedian la vida cotidiana.   

Semejante a los espirales del silencio, van clausurando la política a medida que se transforman en los lugares comunes para nombrar los problemas. Una palabra que desentone, que se aleje del correctismo social, bastará para quedar solos y ser apuntados como outsiders con todo lo que ello implica. Esos lugares comunes, expresión del consenso social, no son precisamente el resultado de discusiones racionales sino de la bullanguería apasionada, consensos químicos que no están hechos de silencio sino de bravatas, insultos, gritos, provocaciones, titeos, que averiguamos en la pirotecnia verbal que la opinión pública vierte todos los días en las redes sociales o en los separadores radiales o foros fecales que se abren con cada noticia.  

Como señala Kenneth Thompson, en el libro Pánicos morales, los actores que fueron apuntados alguna vez como provocadores de los mismos, no desaparecerán de la escena cuando aparezca un nuevo demonio. Subsisten como fantasmas. Y como todos los espectros tienen incursiones intermitentes, aparecen y desaparecen constantemente de las tapas de los diarios, en las habladurías en el barrio, aguardan agazapados a la vuelta de cualquier esquina. Los pánicos morales se van sedimentando en las napas de la memoria que va macerando las pasiones punitivas que luego se activan con cada nueva ola trasmitida por TV.   

El pánico moral es el punto de encuentro entre el punitivismo de abajo y el punitivismo de arriba; el momento donde confluyen los emprendedores morales y los dirigentes demagogos, los indignados y los oportunistas. En contextos delimitados por el deterioro de los horizontes de certezas y crisis de confianza, los pánicos morales pueden ser los mejores insumos para religar los lazos sociales y rellenar los vacíos políticos. Por abajo, funcionan como una suerte de reserva moral, modificando los umbrales de tolerancia. Por arriba, constituyen la expresión de la instrumentalización política del miedo, otra promesa de regulación social. Cuando los dirigentes tienen dificultades para ganarse el consentimiento y la adhesión de los distintos sectores, empiezan a evocar a esos fantasmas que son agitados por el periodismo, hasta convertirse rápidamente en la vidriera de la política.

4.

Dicho esto regresemos a la Argentina contemporánea. El macrismo enfrenta una crisis de confianza que los periodistas se encargan de testear a partir de las encuestas que miden la caída de la imagen de los funcionarios. En este contexto, frente a las próximas elecciones, el gobierno necesita no sólo desplazar el centro de atención sino mantener las adhesiones que supo reclutar en las elecciones anteriores. Por eso, cuando el gobierno no puede hacer política con el trabajo porque crece la desocupación, cierran las fábricas, y deterioran las coberturas sociales; cuando no puede hacer política con la salud ni la educación porque fueron objeto de ajustes importantes; cuando no puede hacer política con los jubilados porque llevó a cabo una reforma previsional que los deja muy mal parados, cuando no puede hacer política con la vivienda porque las tasas de interés se fueron por las nubes y los créditos se vuelven inaccesibles, cuando no pueden hacer política con el consumo porque mantienen planchada la economía y las tarifas tienen precios desorbitados, al gobierno le quedan muy pocos espacios para presentarse como merecedores de votos. Uno de los pocos lugares que les queda para revalidar sus títulos es la Seguridad. De allí que «la guerra a la droga», «la lucha contra el delito y los violentos de siempre» y «el combate contra flagelo de la corrupción» se hayan constituido en el centro de atención preferencial del gobierno. El gobierno promete más policía, más armas, más penas, promete crear más delitos, más tribunales, más cárceles, a cambio de votos. Hacen política con la desgracia ajena y manipulando el dolor de las víctimas, agitando fantasmas.  

La gestión de la inseguridad necesita de la composición de enemigos internos que le permitan, a la policía, operar de facto, más allá del estado derecho, y a los funcionarios, reclutar los votos necesarios para continuar expandiendo al mercado. Con ello no sólo desplazan el centro de atención hacia cuestiones menores, que en la escala de problemas de cualquier estado son muy menores, pero que para los vecinos son cuestiones cada vez más trascendentes.   

A través del miedo y las campañas de pánico moral, el macrismo va empujando a la política más acá de la política. Porque con el policiamiento de la conflictividad social buscan desautorizar la política. Se dirá que estamos ante desafíos policiales o cuestiones que le competen a la justicia. El truco es muy conocido: para transformar a los actores en enemigos, hay que presentarlos como gente extraña, minorías que hablan un idioma ininteligible. Y ya se sabe, con el que no se puede hablar, porque no se le entiende, solo queda hacerle la guerra de policía.  

El gobierno invierte dinero y muchas conferencias de prensa en la figura del pibe chorro, los narcovilleros, los mapuches terroristas, el anarquista tirabomba o los activistas tirapiedras, y los bolsos de la corrupción. Sabe que a través de estas figuras demoníacas pueden recuperar la confianza, y transformar a los vecinos alertas atrincherados frente al televisor, en su fuerza secreta. El macrismo hizo de la vecinocracia la fuerza de choque, la muralla. No es arriesgado si concluimos, parafraseando a Marx, sosteniendo que Macri o Vidal se erigen en jefes de la vecinocracia. El macrismo encuentra en aquella reproducidos en masa sus intereses y abyectos y sentimientos más profundos. El macrismo reconoce en esta masa miedosa, resentida, indolente y banal, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas y proyectarse sobre las otras. Macri y Vidal son los payasos que toman al estado como una mascarada, en el que los grandes disfraces, las frases tontas y las lágrimas de cocodrilo no son más que la careta simpática y canchera para ocultar lo más mezquino y miserable.  

  

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