El día que googleé vasectomía

Lo personal es político. Desde esta premisa, un cronista atravesó resistencias personales, sociales e institucionales en el camino de hacerse una vasectomía. Sobrevivió y lo cuenta en primera persona. Periodismo cobayo. Con empujoncito feminista.

 

Collage: Romina Elvira

Escribo con una bolsa de hielo en mis huevos. Escribo incómodo. Hace unos días me hice una vasectomía y la aventura me obligó a un viaje que no esperaba. Muchas cosas tomaron un sentido diferente: instituciones de salud, obra social, asimetrías de género, deseo, anticoncepción, sexualidad, masculinidad, feminismo, pareja. Todo empezó el día que googleé vasectomía. 

 

#GoogleáVasectomía 

Estoy en pareja hace diez años con una mujer que hace bastante tiempo se reconoce feminista. Probablemente eso hizo que busquemos en google “vasectomía”, incluso un poco antes de que la consigna se instalara en las redes con hashtag y todo. Romina tiene una hija de 17 años y yo, uno de 13. Ella tomó pastillas la mayor parte de su vida (esto es: introdujo hormonas diariamente en su organismo durante cerca de 15 años) y en algunos períodos, como el actual, usó un Dispositivo Intrauterino. El DIU es un método anticonceptivo que consiste en una pieza de material plástico (en forma de T, espiral o triangular) que se coloca en el interior del útero e impide el anidamiento del óvulo fecundado. Ya que estaba, googleé “DIU”, para saber si era complicada su colocación: el ginecólogo (la mayoría de los médicos especializados en ginecología son hombres) le introduce a la mujer un espéculo vaginal, que es un aparato de metal que abre la vagina de forma mecánica. Asistido por esta apertura, mete una pinza metálica para limpiar el interior con gasas y solución salina; después de eso, introduce una nueva pinza que buscará rectificar el cuello uterino pinzando el labio interior, para luego sí sumar la introducción de un último instrumento (un isterómetro), que es una punta de metal que sirve para medir que el cuello tenga más de 6 centímetros. Una vez medido esto, se introduce por fin el DIU. Para cuando termina la intervención, ya se ingresaron cinco instrumentos metálicos en la vagina de la mujer. Según me cuenta Romina, el momento de la colocación final es bastante doloroso. A esto se le suma, por lo menos en su caso, la aparición de un dolor menstrual adicional, por el hecho de tener el DIU colocado. Mes a mes, duele. Este sería el costo del control de la natalidad que paga ella, pero —nobleza obliga— disfrutamos ambos. 

Estamos cerca de los 40 años y no está en nuestros planes tener otro hijo o hija. Una vez llegado a este momento de la vida, es lógico preguntarse por algún método anticonceptivo que no sea temporal (como las pastillas, el DIU o el preservativo, por mencionar los más utilizados), y empezar a pensar en uno permanente. De este tipo hay dos: la ligadura de trompas de la mujer o la ligadura del conducto deferente (o vasectomía) del hombre.  

Los dolores de Romina y su exclusivo historial médico vinculado a los cuidados anticonceptivos fueron suficiente argumento para llegar a la conclusión de que lo más justo era agradecer su compromiso en el control de la natalidad durante todos estos años y, a partir de ahora, que tal responsabilidad recaiga, por fin, en mi. Hasta ahí la parte fácil. El tema ahora era qué implicaba hacerme una vasectomía en concreto y qué tan dispuesto estaba yo realmente a recorrer el camino hasta realizarla.  

 

Un médico por aquí 

—¿Sacaste el turno? 

—Mañana… Mañana lo saco. 

A fines de marzo de 2017, un año y medio antes de la operación, y ayudado por sutiles recordatorios de Romina, decidí por fin sacar turno con el urólogo que atiende por mi Obra Social. El doctor Pablo Calabia me atendió con mucha amabilidad y me explicó en detalle —con una simpática ilustración de mis genitales— en qué consistía el procedimiento: “es una microcirugía sencilla que anula los conductos deferentes que transportan los espermatozoides del testículo al pene”. El primer mito que derribó esa primera consulta fue la idea de que este método anticonceptivo es reversible. Una vez realizada la cirugía, el procedimiento para hacerla reversible es de muy baja eficacia (menos de un 20%), por eso —me explicó— por ahora es considerado un método irreversible. No obstante, aclaró, esto no implica una esterilidad permanente, porque en caso de que, por alguna circunstancia, uno quiera volver a procrear, se pueden extraer espermatozoides para realizar una fecundación asistida. Por último, me dijo que la intervención duraría menos de una hora, que el postoperatorio era de unos pocos días y que todo lo referido a mi vida sexual no sufriría ningún tipo de cambio. Sonó convincente. Ahora sólo tenía que pedir un presupuesto en una clínica y presentarlo a la Obra Social para obtener la cobertura.

 

Cubrime 

El Servicio Universitario Médico Asistencial (SUMA) es la Obra Social que nos atiende a trabajadores, trabajadoras y docentes de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Tiene 10.019 personas afiliadas. Hacia allí me dirigí con mi presupuesto bajo el brazo. El papel decía que la Clínica Pueyrredon de Mar del Plata cobraba casi 30 mil pesos por la operación. La respuesta de la Obra Social llegó a la semana: cubriría menos de la mitad, dejando a mi cargo 16 mil pesos. No los tenía.  

—No cubre la microcirugía. Solo la operación tradicional, pero ya no la hace nadie. 

—¿Entonces? 

—Y… está complicado… 

—Complicado es una episiotomía. Googlealo. 

Romina ayudaba a que yo no me desviase del objetivo. Volví a googlear vasectomía y encontré que existían leyes que no conocía (¡de hace 12 años!) que, aunque en desuso, decían que yo tenía derecho a la cobertura completa. Escribí una nota y la presenté en la Obra Social: 

Comisión Directiva del SUMA 

A quien corresponda: 

Por la presente, me dirijo a ustedes a efectos de solicitarles una reconsideración del resultado de la auditoría médica por la cual me han negado la cobertura total de una vasectomía. Según me informaron a fines del año pasado y ratificaron a principios de marzo de este año, la cobertura de la Obra Social se haría cargo sólo parcialmente de la intervención, quedando a mi cargo $16.000, de los $29.934 que tiene como costo tal intervención (según el presupuesto presentado). Esto representa una cobertura menor al 50%. 

Mi pedido de reconsideración se fundamenta en la Ley Nacional 26.130, la cual establece el derecho de todas las personas a acceder a la práctica quirúrgica denominada “ligadura de conductos deferentes o vasectomía”. Esta norma nacional entró en vigencia en el mes de septiembre de 2006 (Boletín Oficial 30978). Según la misma, las Obras Sociales Nacionales y empresas de medicina prepaga tienen obligación de cubrir el 100% de estas intervenciones (Resolución 755/06 del Ministerio de Salud). Cabe aclarar que esta la ley no requiere adhesión provincial.  

Considerando entonces que, según la legislación citada, tanto en el sector público como en el privado, la intervención quirúrgica debe realizarse sin costo alguno para el solicitante, es decir, en forma totalmente gratuita, solicito se reconsidere la auditoría y se me brinde una cobertura de la intervención en el 100% de su valor. 

Sin más, y quedando a la espera de su respuesta, aprovecho para saludarlos atentamente. 

 Federico Polleri 

de Afiliado 14894 

La ley que cité, lo supe después, fue un avance notable para la salud sexual y reproductiva en nuestro país. Antes de eso estábamos en la prehistoria, regulados por el Código Penal de 1921 que establecía una pena a quien “cause la pérdida de la capacidad de engendrar o concebir”. A su vez, la Ley 17.132 de 1967, que regula el ejercicio de la medicina, establecía que solo en casos excepcionales (“indicación terapéutica”) dejaba de ser punible una vasectomía o ligadura de trompas. A falta de otra normativa, esta ley fue aplicada en todo el país. Pero lo cierto es que, a pesar de estas leyes, en Argentina se realizaban algunas ligaduras y, en menor medida, vasectomías, con diferencias que resultaban en un doble estándar de accesibilidad. En el sector privado se practicaban ligaduras mediante pago de honorarios y gastos, particularmente en ocasión de una cesárea. En el sector público, con más dificultades para el acceso, se realizaban como situación de excepción en una cesárea, con o sin pago informal al profesional, y casi siempre sin registro en la historia clínica. Algo parecido a lo que ocurre hoy con el aborto.  

En las Obras Sociales Nacionales, la ligadura forma parte del nomenclador desde los ochentas, pero eso no se tradujo en una oferta real a las afiliadas. Sucedía que muchos profesionales tenían temores o dudas acerca del marco legal para realizar la práctica. La vasectomía, por su parte, fue siempre poco demandada y poco realizada. Recién en 2002 el Ministerio de Salud publicó una Guía de métodos que incluyó a la ligadura y la vasectomía.  

La ambigüedad legal generada por las distintas lecturas del Código Penal y la ley de 1967 se terminó definitivamente en 2006 con la Ley 26.130, que reconoció por fin el derecho a acceder a ambas intervenciones en forma gratuita “para toda persona capaz y mayor de edad que lo requiera formalmente”, tanto en el sistema público como en el de Obras Sociales y medicina prepaga.  

 

Un médico por allá 

Como yo no tenía 16 mil pesos para pagar la operación y sospechaba que la respuesta de mi Obra Social podía demorarse, o responderse de forma negativa, decidí consultar en un hospital público. Saqué un turno en el Centro de Especialidades Médicas Ambulatorias (CEMA) de Mar del Plata, en donde me atendió el doctor Menéndez de muy mala gana. Me despachó en 10 minutos: 

—¿Por qué no te la hacés en una clínica? 

—Porque mi Obra Social no me la cubre. 

—Yo en tu lugar acá no me la hago ni loco. 

—¿Pero la operación no la hacés vos? 

—Sí, pero acá hay pocos insumos. Este lugar es pura cáscara, puro maquillaje, pura política.  

—Pero yo conozco gente que se operó acá y no tuvo problema. ¿Me podés dar una fecha igual? 

—Bueno, yo te opero. ¿Pero sabés cómo vas a gritar? 

Fue la primera vez que me maltrataron en un consultorio. Al salir, llamé a Romina para compartirlo. Cuando empezaba a descargarme, me persuadió de no darle demasiada importancia y seguir con el plan. 

—Violencia es la obstétrica.  

Ok. Sigamos con el plan.  

A pesar del altercado, decidí llevarme de esa particular consulta la fecha para la intervención (había hablado con un conocido que se había operado con este mismo urólogo y en ese mismo hospital, y su experiencia no había sido para nada terrible. Más bien lo contrario. Por lo que le atribuí el exabrupto a que el tal Menéndez tenía un evidente mal día y había decidido canalizarlo maltratando a sus pacientes. Nada nuevo en el sistema de salud). 

Como sea, ya esa altura la vasectomía se estaba convirtiendo en un objetivo irrenunciable: no podíamos dejar que fuera impedida ni por la Obra Social ni por un endemoniado urólogo.  

Habíamos decidido jugar a dos puntas: la fecha en el hospital con el Dr. Menéndez era para dentro tres meses, lo que me daba tiempo de pelear por la cobertura en mi Obra Social, con el objetivo de que me opere en la clínica el Dr. Calabia, que resultaba ser notablemente más humano y comprometido.  

Unas semanas más tarde confirmé lo determinante que es encontrar el urólogo adecuado. Mi cuñado decidió también hacer una primera consulta. Cayó en un urólogo de la ciudad de Balcarce que por todos los medios intentó desalentar su decisión, diciéndole falsedades y cuestionando la práctica. Volvió de la consulta con miedo y más preocupaciones de las que llevaba cuando tomó la decisión de comenzar a averiguar. 

Con el Dr. Calabia tuve varias consultas, a una de ellas me acompañó Romina y aprovechamos para sacarnos otras dudas. Nos dijo que podríamos volver a tener actividad sexual a las dos semanas de la operación, que absolutamente nada iba cambiar, incluso que el líquido seminal (el semen) mantendría las mismas características, solo que no transportaría espermatozoides. También nos aclaró que durante tres meses íbamos a tener que seguir utilizando otro método anticonceptivo. Pasado ese tiempo, me haría un espermograma que nos asegure que ya no quedó ningún espermatozoide con ganas de andar procreando por ahí. Cuando estábamos por irnos, hicimos una última pregunta: por qué creía que había tan poca demanda.  

—Poca información, mitos… Y por ahí cierto machismo que sigue existiendo y hace que en general se opte, en estos casos, por la ligadura de trompas de la mujer. 

Los datos duros le dan la razón. Según el Ministerio de Salud de la Nación, en 2017 se hicieron en Argentina 14.501 ligaduras de trompas contra 142 vasectomías. En 2016 fueron 133 por cada una, y en 2015, 253 mujeres por cada varón se sometieron a la intervención. 

Una feminista en la Obra Social  

Dos semanas después de presentar mi carta a la Obra Social, no había recibido respuesta. Comencé a llamar todas las semanas y la secretaria me decía siempre lo mismo: “Aún no fue tratado tu pedido”. A la tercera semana decidí hablar directamente con una integrante del Consejo Directivo. Había dos buenas razones para consultarla y pedirle apoyo: 1) era mujer y 2) era feminista.  

Además de consejera de SUMA, Agustina Cepeda es docente universitaria e integra el Grupo de investigación “Familia, Género y Subjetividades” de la Facultad de Humanidades de la UNMDP. Le expliqué la situación y la entendió de inmediato. Me dijo que correspondía una respuesta favorable a mi nota. Me pidió unos días para hablar directamente con el auditor y plantear el tratamiento en el Consejo. A las tres semanas me escribió: 

“Ayer tuvimos reunión y se aprobó todo. Gracias a este caso, se logró la incorporación de una nueva tecnología para la ligadura de conductos. Hace al menos dos años que nadie solicitaba la práctica, por eso estaba desactualizada la tecnología en el vademécum. El Plan Médico Obligatorio (PMO) es un plan básico, y con esta incorporación pasamos a cubrir el procedimiento nuevo, e incluso se abrió la puerta para actualizar otras prácticas con las que teníamos el mismo problema”. 

Le agradecí y aproveché para preguntarle por qué creía que se había demorado la respuesta a mi pedido. 

—No hubo resistencias, de hecho hubo acuerdo en el Consejo de autorizarlo y de incorporar la práctica al PMO. Lo que sí es cierto es que, a veces, todo lo relativo a salud sexual y reproductiva, no es considerado dentro de los temas urgentes. Lamentablemente, tal como pasa en otros ámbitos de salud, estos temas quedan en la agenda de los pendientes.  

La misma semana en que la Obra Social me comunicó formalmente que me cubrirían la intervención en la Clínica con el Dr. Calabia, recibí un mensaje del hospital: el Dr. Menéndez había renunciado. Me alegré de haber conseguido la cobertura y de que un tipo que maltrata deje el hospital. Pero reconocí un privilegio adicional al de ser hombre: tener Obra Social. Al momento de publicar esta nota, el CEMA seguía sin servicio de urología.  

 

Resistencias 

Además de las dificultades de las instituciones de salud, existen otros obstáculos en el viaje hacia la vasectomía. Uno de ellos es el de la presión social. Esa que se expresa mediante preguntas: ¿Cómo que no van a tener otro hijo? ¿Van a renunciar a la paternidad/maternidad así nomás? ¿Y si les dan ganas después? ¿Y si te separás y después te juntás con alguien que quiere tener? Deseo y reproducción son dos tópicos que cuando colisionan provocan cosas raras. Y definitivamente desear la esterilidad permanente no tiene buena prensa.  

La Doctora en Ciencias Sociales Mara Viveros Vigoya lo explica así: “La esterilización masculina es una decisión anticonceptiva que se asume en un contexto social marcado por unas relaciones de género asimétricas y la influencia de la industria farmacéutica, la Iglesia Católica y los medios de comunicación. Este contexto define y limita las opciones anticonceptivas de varones y mujeres y, además, los modelos de masculinidad y feminidad, el significado de la paternidad y la maternidad, y sus relaciones con la sexualidad y el deseo”.  

Está de más decir que si es difícil la aceptación social de ese deseo en el hombre, las presiones se multiplican en el caso de la mujer. Como si nuestro goce sexual debiera estar siempre contenido por su potencial reproductivo. La respuesta nuestra era que ya estaba bien con lxs hijxs que habíamos tenido por separado. Que gracias por la preocupación. Qué estábamos bien. 

Llegado hasta este punto, debo decir —para ser honesto— que en realidad el principal obstáculo, la resistencia invisible, siempre fue la personal. Algunos ejemplos de cosas que pasaron durante el proceso, dan cuenta de esto: 

*Tardé demasiado en sacar el primer turno con el urólogo y me costó conseguirlo, porque los turnos los daba a dos meses. No tengo dudas de que hubiera tardado aún más si Romina no hubiese preguntado cada tanto cómo iba con el tema. 

*Una vez conseguida la fecha, la mañana en que tenía que ir, lo olvidé por completo. Tuve que sacar un nuevo turno: dos meses más. 

*Con compañeros de trabajo, a quienes aburría con mi odisea, solíamos hacer chistes de esos que a cualquier psicoanalista hubiesen encantado: “El mes que viene me cortan los huevos” “¿Como va lo de la castración?”, “¿Te dejan llevarte los huevos después de la operación?”, “¿Te dejan todo funcionando?”. Un plato. 

*La noche anterior a la cirugía, le comenté a Romina que me dolía la panza. 

—Por ahí es que estás un poco nervioso. 

—¿Por la operación decís? No, si es una pavada… 

Estaba nervioso, claro. Mucho más de lo que estuve dispuesto a reconocer. Incluso más de lo que yo creía. Y aunque la intervención era efectivamente una pavada, llegué a la conclusión de que me daba nervios porque los hombres, en materia de salud sexual y reproductiva, definitivamente no estamos acostumbrados a poner el cuerpo.  

 

La operación 

Estoy boca arriba en una camilla. El anestesiólogo me dice que me desea un buen viaje: “Nos vemos a la vuelta”. Me había dado la opción de una “sedación profunda” (lo más parecido a una breve siesta) o la peridural, más conocida por su participación en los partos, que duerme sólo de la cintura para abajo. Elegí la siesta. Son las 12:30 del esperado martes 31 de julio. Me duermo de inmediato. 

Cuando abro los ojos creo que pasaron cinco minutos, pero ya pasó una hora. Una enfermera me saluda desde el cielo. Le pregunto qué pasó. Me sonríe. “Terminamos”, dice. “¿Ya?”, pregunto. “Sí, ya”.  

Miro el reloj del quirófano, dice que son casi las 14:00. Como en las películas, el traslado es un divertido plano nadir: sólo veo cielos rasos, luces y cabezas de enfermeras o camilleros. Me llevan hasta la habitación 208. Me siento bien.  

Cuando me dejan solo, miro bajo la sábana y sólo veo dos venditas pequeñas, prolijamente colocadas en los laterales de mi escroto (suena mal, pero se veía bien). Una a la derecha y otra a la izquierda. Lo que cubren son dos puntos. ¿Esto es todo?, pienso.  

Estoy un rato solo en la habitación. Romina llega junto al enfermero que me trae la merienda y me apoda “pionero”. Al rato, traen a mi compañero de habitación: un hombre de mi edad al que le sacaron una piedra del riñón y se muestra bastante dolorido. Definitivamente, no me puedo quejar. Él también está con su pareja. Intercambiamos los partes médicos y cuando decimos que estamos por una vasectomía, a la mujer se le ilumina la cara.  

—Ay, los felicito. Yo le dije que se la haga. Lo hablamos varias veces. Decile cómo es.  

Ella sigue: argumenta que ya tienen cuarenta, dos hijos y que está cansada de tomar pastillas. El asume que da vueltas con el asunto y que no se define. Les cuento detalladamente nuestra experiencia y, al terminar, él promete que, cuando se reponga, saca su turno con el urólogo. Con Romina empezamos a sentir que esto es contagioso. Lo confirmamos en los días posteriores, cuando amigos empiezan a mandarme mensajes preguntando cómo me fue y compartiendo que están interesados en hacerla, pero que antes quieren saber los detalles. Les prometo escribir una crónica contando todo. Romina me dice que tampoco me haga el héroe. Tiene razón, no es para tanto. Pero es mi primera operación, nunca me había puesto un camisolín tan ridículo ni había caminado hasta el baño de una habitación de hospital con el suero colgando. Así que un poquito héroe me siento.  

A las cuatro horas de la intervención el médico me da el alta. Las indicaciones: reposo por unos días, diclofenac cada 12 horas y hielo el primer día, si me molesta o tengo sensación de hinchazón.  

Cada postoperatorio tendrá sus características. El mío fue así: el día que volví a mi casa, y el siguiente, tuve sensación de hinchazón en la zona. Algo como la resaca de un golpe en los huevos; sólo la resaca, pero no demasiado. En ningún momento sentí dolor, sólo molestias. El tercer día ya no tenía ninguna hinchazón. A partir de ahí, sólo molestaron un poco los puntos durante tres días más. A la semana ya estaba en perfectas condiciones. Al final, mi cuenta era así: en siete días, le había ahorrado a Romina dolores menstruales de por vida por el uso del DIU o pastillas con hormonas diarias durante años y años y años. No estaba mal.

 

Enfriarnos, sin perder la ternura 

Es el día después de la operación y estoy escribiendo con una bolsa de hielo en los huevos. Se me ocurre una metáfora obvia. Enfriar el falo es algo así como dormir o moderar el símbolo del poder masculino. La verdad es que resulta incómodo escribir así.  

Pienso en que los hombres que nos sentimos interpelados por las luchas contra las desigualdades de género solemos adoptar actitudes variadas. Pronunciarnos sobre el tema nos puede incomodar, pero también puede garpar. Lo que garpa estaría del lado de quien se apuró a subirse a la ola (cómodamente y desde arriba) para que no lo revuelque. Lo que incomoda le toca al que se dejó (o no pudo evitar) ser revolcado (incómodamente y por lo abajo). Pienso que elegir la incomodidad, el revolcón de la ola feminista, es el lugar más interesante. Y la díada comodidad-incomodidad podría ser una señal de la que agarrarnos para saber si lo que estamos haciendo, en el camino de deconstruir nuestras formas aprendidas de ser hombres, sirve o no. Si garpa, si estamos cómodos, entonces puede que sea superficial. Si en cambio, nos sentimos incómodos, entonces es probable que estemos tocando zonas más profundas. Y quizás haya que seguir por ahí.  

Digámoslo: estamos en un contexto en el que llenar nuestras redes de posteos feministas puede resultar tentador. Pero una posición honesta nos obliga a reconocer que la deconstrucción masculina no puede ser un acto (meramente) enunciativo. El lugar de la enunciación, aún con buenas intenciones, nos puede hacer caer en la trampa de la pose. Es como un empresario que se pretende lejos de su clase por cumplir sus obligaciones. Algo como si un jefe posteara: “No entiendo a los empresarios que no pagan los aportes patronales y jubilatorios de sus empleados. Vivimos de la riqueza que generan ellos, hay que cuidarlos, paguemos sus aportes, respetemos sus derechos”. ¡Se llenaría de likes! Sus empresarios amigos lo admirarían o despreciarían, según el caso; y sus empleados lo amarían. Pero pasa por alto un detalle: los aportes son sus obligaciones. Su privilegio es la plusvalía: ese robo inmoral de una riqueza que no genera él, sino quienes trabajan para él. Y la plusvalía, claro, no aparece en su posteo progresista (¡hablar de ella frente a sus empleados sería muy incómodo!). Por eso su aparente deconstrucción de clase sería limitada: deconstruirse con honestidad sería abandonar su condición de jefe. Más claro: si fuera de verdad a fondo, su propia reflexión lo obligaría a cooperativizar su empresa. Y eso implicaría abandonar su clase. ¿Querés likes? 

¿Qué debemos entonces resignar los hombres para repensarnos de verdad? No hay repuesta fácil. Pero sí podemos saber que, para que no sea pura pose, quizás debamos hacerlo desde la incomodidad. Cuestionar a fondo nuestros privilegios e incluso el sentido hegemónico de masculinidad es necesariamente una tarea incómoda. Tanto, que llevarlo a fondo puede implicar cosas aterradoras, como cuestionar el propio género, y hasta plantearse un abandono, un éxodo. Así le pasó al colectivo xyz, una experiencia de deconstrucción de hombres heterosexuales que plasmaron en su ensayo Abandonando el género, luego renombrado como Machos eran los de antes. 

En fin, me fui por las ramas y se descongelaron los hielos.  

Igual, mejor. Ya se estaba sintiendo demasiado incómodo. 

Feminismo a empujones 

Las consignas feministas empujan. Su interpelación nos ayuda a ver cosas que no veíamos, a superar resistencias. Pero no hay dudas de que, aunque los varones no hayamos sido educados para dejarnos interpelar por las mujeres, dejarnos interpelar por ellas nos mejora.  

 “Creemos que el pensamiento feminista puede prestarnos algunas herramientas para darle lugar a estas nuevas preguntas, para profundizarlas y habitarlas como un espacio en donde esperamos encontrar nuevas potencias. Nosotros recién empezamos a entrever que necesitamos romper el encierro, y que para eso necesitamos su apoyo. No el apoyo de la madre, ni el apoyo de la esposa: necesitamos apoyarnos en su experiencia política para poder decirnos de otro modo, para elaborar esa voz que nos diga de otro modo, que nos permita ir dejando de ser eso que nuestro género nos exige”, dicen en el ensayo Machos eran los de antes. 

La lucha y la ética feministas están haciendo del mundo un lugar más justo. Un poco más justo. Nada más que eso. Y nada menos. Esta nota está escrita (en el apuro escribí “escrota”. Ay, el inconsciente!) para los hombres, mis pares. Hermanos de una cofradía que algunas personas plantean que debemos deconstruir, otras abandonar y otras, dinamitar. Como sea, la deconstrucción de las complicidades entre hombres, no debería implicar abandonarnos a nuestra suerte, porque desarmar masculinidades hegemónicas es un proceso que nos necesita. Así como supieron hacerlo las mujeres, tendríamos que hacerlo nosotros. El famoso agenciamiento, otra palabra que también podemos googlear,  quizás ayude. 

Hay grupos o colectivos de hombres, como el que cité arriba, que comparten procesos de deconstrucción. Generalmente son militantes. Sería deseable que esto también empiece a ocurrir más o menos formalmente entre hombres simplemente interpelados por la ola feminista. Juntarse con amigos a hablar, a problematizar nuestras masculinidades. Pero no para mejorar y que garpen más nuestros posteos en las redes, porque eso sería enunciativo. Juntarnos para escucharnos más, para escuchar colectivamente la interpelación feminista. Porque siempre la enunciación es un lugar de poder. La consigna ahora sería bancarnos la incomodidad de enunciar menos y escuchar más. Y hablar entre nosotros de lo que nos provoca lo que escuchamos. Para seguir escuchando. Para escuchar mejor. 

Me volví a ir por las ramas, perdón. ¿La vasectomía? La recomiendo, sí. No encuentro un solo argumento en contra.  

Y es un lindo viaje.

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