La belleza y el enemigo

Haroldo Conti se destacó dentro de una generación irrepetible. En 1976 la dictadura lo secuestró y aún continúa desaparecido. Esta crónica es un viaje al río, a su obra y a un modo valiente de entender la creación literaria.

Fotos: Hebe Rinaldi

“¿Este río es el río, o es una cinta de

sueño que se va hacia la muerte, a la

vida profunda del sueño de la esencia?”

Juan L. Ortiz

El junco se agita, constante, a cada movimiento del río. El ruido de una máquina rompe la monotonía de pájaros invisibles. El desplazamiento del agua hacia los extremos y el aroma del combustible acompañan el andar sonoro de la embarcación. Cuando la vista vuelve al centro —ese punto impreciso donde la flora opaca refleja en el río una copia descolorida— la tímida ola, flujo y reflujo, desaparece. El agua, dulce y estática, come la madera: la desgasta, resquebraja, la tiñe. El muelle resiste los continuos embates. El fulgor de la luz eléctrica destella reflejos que se transfiguran a cada movimiento.

El concierto nocturno son grillos, ranas e insectos que zumban; el contrapunto, los chasquidos de la palma de la mano que llegan con retraso a la zona afectada. Los hay de todas las formas y tamaños: enjutos y largos, discretos y punzantes, persistentes, empedernidos. Recuerdan la lejanía de la comodidad urbana.

El tiempo transcurre más lento, más condensado que en la ciudad. Vestirse, comer o hacer un trámite requieren una planificación especial. La lancha almacén recorre los ríos principales y los isleños que viven en los accesos aledaños deben interceptarla. La lancha colectiva se detiene en cada muelle y suben escolares, gente hacia el trabajo; casi siempre cargada con bidones vacíos. Todos se conocen. El anonimato de los edificios y del subterráneo en la isla es imposible; ante una crecida o un bote averiado la única opción es la comunitaria. Para el visitante de fin de semana el Delta del Paraná es una invitación al silencio como ejercicio exótico. Los habitantes de la zona no tienen otra opción. La población escasea y las distancias son interminables. Los perros, cimarrones y anfibios, son la compañía estable de navegantes con rostro grave y manos gastadas.

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Hacia finales de la década de 1950, un piloto civil sobrevuela los ríos que se ramifican sin plan establecido. La línea gruesa se degrada hacia arterias menores. El piloto, flaco y fuerte, antes fue seminarista. Buscó la trascendencia en el mártir y en lo divino. La práctica volcó su compasión hacia la batalla cotidiana de hombres y mujeres; dio un paso de lo celeste a lo terrestre. También vendió libros en las calles y dictó clases de latín en escuelas. La visión aérea es una epifanía: desea acercarse, sentir el río, navegarlo. Quiere construir un bote, vivir junto a los isleños. Y también, es lo que más desea, escribir desde las entrañas de ese terreno indómito.

El hombre que se interna a sentir el río se llama Haroldo Pedro Conti. Es del Chacabuco agreste, inmóvil y plano. Allí está su madre junto a la cocina económica que funciona como centro gravitatorio la casa. Y el tío que corre, lanzado en una proyección indetenible. Es el Chacabuco de los álamos frondosos que se levantan de la planicie como si los estiraran. Es la llanura pampeana, famosa por sus tierras fértiles y por sus gauchos bárbaros. En los albores de la nueva década, el Flaco —de escaso pelo y nariz insoslayable— mudará del verde al ocre del agua mansa.

* * *

Una vez en el río, escribió Sudeste. El río que navegan hombres que no lo aman pero que no pueden vivir sin él. Solo quien transcurra un tiempo prolongado entre los isleños puede acercarse a la espesura que logra la novela. Haroldo construyó un sólido barco a remos, asó pescados con olor a barro sobre unas chapas improvisadas y escribió mientras miraba por la ventana. Todos los hombres que desfilaron por su río están condensados en el Boga.

El Boga recolecta y vende juncos. Come galleta. Y pescado, cuando no queda otra alternativa. Como el gaucho Aballay con su caballo, el Boga no puede descender del barco. La tracción es un motor ajado que surca las aguas del Paraná. El otro protagonista de la novela es el río. No como contexto, marco o escenario, sino como génesis, como motivo. Lejos de las masas hambrientas y sudorosas, y de las fábricas, Conti ubica la opresión en un ámbito inusual. El sufrimiento de uno es dolor de todos.

La novela social es una dificultad que el estalinismo les sembró a los escritores con culpa de clase. La literatura no es responsable de la falta de empleo, de la desigual distribución de la riqueza o de la malnutrición de niños descalzos. La literatura tiene su campo de acción en el terrero simbólico que comparten inteligencia y emoción. La mala literatura subestima la agudeza de los lectores y les da un artefacto inocuo.

Haroldo Conti comprendió desde el comienzo cuál debía ser su postura. Construyó un universo poético anclado en lo político pero sin caer en el panfleto. Como intelectual podía suscribir al PRT o rechazar la postulación a la beca Guggenheim por considerarla un elemento de penetración cultural del imperialismo. Lo que nunca hizo Haroldo fue minar su escritura ficcional de consignas. Consideraba al arte como el terreno de la pura creación. Tenía muy claro cómo debía encarar la lucha contra los poderosos: “Hay que hacer las cosas más bellas que el enemigo”.

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La mañana en el Delta es tibia y morosa. Los pájaros —que persisten en no dejarse ver— canturrean. La calma que preludia una catástrofe. Pero las horas transcurren y la explosión no llega. El río creció y cubrió todo el muelle; ya no se podrá tomar sol, ni leer en la tarde, ni tomar mate y ver pasar los barcos. La opción que resta es sacar el bote y remar río arriba hacia el este, en busca del cruce con otros ríos, atentos al camino de regreso.

Hay lugares en que todo es isla. En las Antillas, en un territorio insular enclavado en el Mar Caribe, hay uno llamado Cuba. Haroldo Conti viajó allí en reiteradas oportunidades, movido por el ansia de vivir el socialismo real. Años antes de la revolución, un escritor norteamericano pasó largas temporadas en la isla. Lapicera y cuaderno. Es todo lo que necesita Haroldo para ser cronista, para rastrear los pasos del escritor que admira.

Ernest Hemingway tuvo una estrecha ligazón con Cuba. La novela que le valió el Pulitzer, y luego el Nobel, transcurre en aguas del Caribe. A esa altura Hemingway era famoso por el personaje que astutamente supo construir: escritor borracho, camorrero, periodista de guerra, cazador en África, taurino en España, bohemio en París y pescador en Cayo Hueso. Haroldo tiene buen ojo y escapa al ícono publicitario. No busca el recuerdo del viejo canoso y barbudo que vive en la mansión a las afueras de La Habana; el que interesa es el veinteañero que duerme en hoteles y, por las noches, escribe cuentos que revolucionarán el género.

La crónica, certera y emotiva, termina con el escritor frente al barco de Hemingway. En esa carcasa que el viejo donó a su ayudante se funden los intereses de los dos escritores: “Saludo al barco en voz baja —porque los barcos son como las personas, entienden a su manera— y pego la vuelta, regreso a mi modesto mundo latinoamericano”, finaliza Haroldo.

* * *

Informe de lectura de la novela Mascaró, el cazador americano por la por la asesoría literaria del Departamento de Coordinación de antecedentes de la SIDE, 1975.

SIDE: 83.864/75

Origen: Com.

Decreto Ley 20.216/73

Nota de origen: 73/75

Legajo Nº 2516 L

Publicación: “MASCARÓ EL CAZADOR AMERICANO”

Autor: Haroldo Conti

Editorial: Casa de las Américas, 3ra y G. El Vedado, La Habana Cuba.

APRECIACIÓN (f.4): Propicia la difusión de ideologías, doctrinas o sistemas políticos, económicos o sociales marxistas tendientes a derogar los principios sustentados por nuestra Constitución Nacional.

ACTITUDES O EXPRESIONES POSITIVAS O DE APOLOGÍA, ADHESIÓN Y/O AFIRMACIÓN HACIA:

-Los “sospechados” que simbolizan la “conspiración del orden establecido”, o sea los “revolucionarios”.

-La “guerrilla” del maestro Cernuda (guerrilla).

ACTITUDES NEGATIVAS O DE DETRACCIÓN Y/O CRÍTICA HACIA:

-Los “rurales” como representantes de la “represión”.

-La “falta de presencia” de la Iglesia Católica en el pueblo.

-La “tortura indiscriminada”.

(…)

E- CONCLUSIONES

El presente libro, cuyo autor es Haroldo Conti, presenta un elevado nivel técnico y literario, donde el mencionado autor luce una imaginación compleja y sumamente simbólica.

(…)

Como se dijo en un principio, la novela es muy simbólica, contada además en tono épico, no definida en sus términos pero con significados que dan lugar a pensar en su orientación marxista (apoyada por la Editorial Casa de las Américas, de la Habana, Cuba).

(…) si bien no existe una definición terminológica hacia el marxismo, la simbología utilizada y la concepción de la novela demuestra su ideología marxista sin temor a errores. Con tal motivo, la obra analizada atenta contra los principios sustentados por la constitución Nacional y por ende la ley 20.840, por lo que se propone la calificación del punto A.

* * *

El jefe —es lo que se espera de él— ordena que maten a su cuñado; cometió una ofensa imperdonable. El autor intelectual del crimen recuerda la noche en que lo conoció, en los festejos por el cumpleaños de su padre. Aún no era el jefe, apenas un estudiante universitario dócil que desconocía los negocios familiares. La decisión es dura, pero no debe titubear, se espera que sea implacable, justo, y si las circunstancias lo requieren, letal. La cámara enfoca al personaje con la mirada en un punto fijo, su rostro evidencia pesadumbre. La toma se achica y el rostro gana espacio e invade los contornos. La música con reminiscencias italianas se hace más intensa y en el momento de mayor tensión y patetismo, la pantalla se oscurece y comienzan a desfilar los títulos. El público aplaude, la película no los decepcionó, aunque algunos comentan, a la salida de la función nocturna, que la primera fue mejor: falta el talentoso Marlon Brando.

Ya es de madrugada, las luces de los coches iluminan la fresca noche otoñal, los taxis pescan pasajeros en los alrededores de los teatros y los restaurantes. Una pareja regresa, luego de la función de El padrino II, a su casa; están en Buenos Aires y es el cinco de mayo. Comentan la película, en los semáforos se toman las manos, se miran y sonríen. No sospechan que en unos minutos el terror se hará presente con toda su crueldad y que nada será lo mismo.

Cuando llegan a la casa los están esperando. Los atan, los golpean, piden dinero, roban. Uno de los seis tipos, el más sereno, pregunta por la última novela, por los viajes a Cuba, por su amistad con los barbudos. Busca papeles, anotaciones, material de trabajo. Se reúne con el Flaco que ya está atado y sangra. Luego de saquear la casa se lo llevan. Ella pide despedirse, él la besa la barbilla, único sector libre de la capucha, y le dice una frase, la última, la que rondará siempre en la mente, en los sueños, en otras voces y en el recuerdo.

—¡Cuidame el nene!

El Flaco arrastra los pies encadenados, le duele el cuerpo, siente miles de pinchazos a la vez en las piernas, brazos y pecho. Atraviesa el corredor, el auto ya está en marcha. El hombre sereno, consciente de lo irreversible del caso, le dice:

—¡Qué caro que vas a pagar por todo esto, Haroldo!

* * *

La oficina de Turismo, en Tigre, está ubicada en la terminal fluvial. Una mujer, detrás del mostrador, intenta ubicar en el mapa la casa en que vivió Haroldo Conti. Tarda más de lo esperado. Dice que está cerrada o que tal vez abre los lunes. Cree recordar que una lancha se desvía hasta ahí porque es un camino poco frecuentado. La expedición se frustra, pero el consuelo dicta que la esencia de Haroldo no está en esos muebles de difícil acceso; su espíritu aventurero anida en los camalotes y los esteros, en el sauce, en los dorados y surubíes, en benteveos y las calandrias.

Cerca de Berisso, en el Delta del río Santiago, una mancha verde y huidiza sobre el agua alberga algunos pobladores y el recuerdo del vino patero que entró en decadencia. Haroldo Conti se sube a una lancha junto a un fotógrafo y a una colaboradora para conocer otros isleños, otros silencios y otras pobrezas. Durante tres días come tallarines con los pobladores, conversa y también reflexiona: “Como otras veces me pregunto por qué mierda la vida me trajo aquí por una escollera averiada, sobre recuerdos y sombras, y no como a ellos, por qué no soy ellos, igual de pobre y argentino”.

Su último texto vio la luz en Crisis, revista que dirigía su amigo Eduardo Galeano. En abril de 1976, el número 36 comenzó con una crónica titulada Tristezas del vino de la costa o la parva muerte de la Isla Paulino. Haroldo Conti cierra su producción literaria con las botas de goma embarradas, frente a unos leños que calientan la pava enrojecida; conversa con los paisanos que cargan silenciosos el cansancio embrutecedor. Nunca más escribió. No sabemos dónde está, cuánto sufrió, qué hicieron con él. Cuánto resistió el cuerpo delgado y firme. Solo podemos imaginar.

Tal vez haya mitigado los tormentos con el recuerdo del bote a remos, la cocina a leña, un perro chúcaro o los dorados con gusto a barro. El día que lo secuestraron la casa quedó revuelta y fría. Todo fue caos y confusión. Como en un plano diferente, sobre el escritorio que sostenía la máquina negra de teclas blancas, una anotación quedó íntegra:

Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt.

(Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán).

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