Pioneros del surf

Antes de que pudieran conseguirse tablas en el país, en una época en que no existían pitas, ni trajes de neoprene, ni pronósticos de olas, ni cultura surf hubo un grupo de amantes del mar que soñaron con dominar las olas.

Fotos: Isis Petroni

En el mar hay más de cuarenta surfistas. Ninguno debe saber que en la misma playa están los pioneros del deporte en Argentina. Domingo Sandi Errecaborde, Carlos Caco Grassi, Rodolfo Pipo Muñoz, Renato Tiribelli, Aníbal Márquez y Pedro Balanesi acaban de encontrarse en el deck de la cafetería de un balneario en el sur de Mar del Plata. El cielo gris no deja pasar una gota de sol y el aire obliga a llevar la campera cerrada.

El mozo trae la primera ronda de café. Ellos se juntaron para grabar un documental sobre los inicios del surf. También los une que todos, en algún momento, fabricaron tablas.

Caco recuerda la noche del 21 de abril de 1970. Pedro acaba de dar el sí en la iglesia del Divino Rostro. Llueve y no va a parar hasta que sea de día. Sus amigos van hasta los autos y vuelven con las tablas de surf. Arman dos filas. Unos a la derecha y otros a la izquierda de la puerta. Levantan los longboards para formar un toldo que cubra a los novios.

—El agua nos entraba por las mangas de los sacos —dice Caco y todos se ríen.

El más chico es Renato de 62 y el más grande, Pipo de 74. Hablan como si se hubieran visto cada día de los últimos cincuenta años. Cuentan cómo era surfear en la década del 60 con longboards de una sola quilla, sin pitas ni trajes de neoprene, ni pronósticos de olas, ni asociaciones del deporte, ni profesores o escuelas donde aprender.

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Pipo no se acuerda del pelo rubio, ni de la malla ni del cuerpo mojado de Sandra Dee. Mucho menos de los intentos de conquistarla de James Darren y Cliff Robertson. Cuando sale del cine después de ver La Coquetona, los recuerda en el mar, parados sobre las tablas, deslizándose delante de las olas y ya no piensa en otra cosa. Quiere surfear.

En Argentina, a principios de 1962, no tenía cómo conseguir una tabla. Él corría a pecho o con un barrenador de madera y punta redondeada para no lastimar a nadie, que hacía en el aserradero de su familia donde trabajaba. Creía que en Hawaii las fabricaban con madera balsa aunque desconocía las medidas y los demás productos que se usaban. Hasta que un amigo le trajo de Estados Unidos el plano de un longboard en tamaño natural que también detallaba los materiales. Una espuma de poliuretano expandido, resinas poliéster y tela de fibra de vidrio.

A los 20 años, estudia administración de empresas, juega al rugby y arma su primer taller de tablas en un cuarto del aserradero donde se acumulan cosas que nadie quiere tirar. No consigue poliuretano, pero con una plancha de telgopor lo reemplaza. La corta en partes iguales con una sierra y luego las pega a una varilla de madera que lleva la forma de la tabla y va en el medio: el alma.

Con una lija gruesa y la ayuda de su amigo Foxi empieza a desgastar el material para que la plancha quede lisa, con inclinaciones hacia arriba en las puntas y los bordes redondeados. Tienen que ser cuidadosos, pacientes, lentos si no el tergopor se deshace y las bolitas caen al suelo como papel picado.

En una semana, la plancha tiene la forma del longboard. Pipo la apoya entre dos caballetes y recubre la parte de arriba con tela de fibra de vidrio. Con la mano izquierda, agarra un tachito de resina poliéster, la tira mientras con la derecha la esparce con una espátula de goma. El material le da dureza a la tabla, pero tarda en secar y él se va.

Dos horas más tarde vuelve. Ve que la plancha tiene agujeros en una punta, en la otra y junto al alma. Se lleva las manos a la cara. Niega con la cabeza. Acaba de aprender que la resina se come al telgopor, lo quema, lo hunde de a poco.

Pipo rellena las partes ahuecadas con el telgopor que sobró y piensa que tiene que aislarlo. Agarra cola de carpintero del aserradero y lo pinta. Una vez que seca, recubre la parte de arriba con tela. La estira todo lo que puede y le pasa una mano de resina. El aislante funciona. Hace lo mismo del otro lado. Después, otra tela y más resina.

En algunas partes quedan hilos colgando; en otras, durezas. Vuelve a lijar hasta que toda la superficie queda lisa. En una de las puntas, sobre el alma, pega una quilla de madera que parece la aleta de un tiburón.

Un año y medio después de salir del cine, tiene su tabla.

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Nadie sabe quién fue el primer hombre que surfeó. Según relatos del siglo XVII, los nativos de la Micronesia se deslizaban sobre las olas en canoas y barcas pesqueras. También hay huacos —cerámicas pre incaicas— en los que se ven hombres sobre tablas de madera. Todos coinciden en que la cuna del surf moderno es Hawaii y que ahí lo llevaron los polinesios.

En 1778, el teniente James King, al mando de la expedición del capitán británico James Cook, fue el autor del primer escrito sobre surf. Contó que los hombres de entre 20 y 30 años se metían al mar acostados sobre planchas ovaladas. Esperaban a que llegara una ola y todos a la vez remaban. Después intentaban pararse.

El surf era parte de la cultura y el estilo de vida de los hawaianos. Había playas en que solo surfeaban los nobles. Ganaban prestigio al ritmo de su aptitud y destreza para mantenerse parados sobre las planchas que podían medir siete metros. Las demás clases sociales también surfeaban. Iban acostados o de rodillas en tablas de no más de tres metros. Todos, sin importar la clase social, necesitaban de las olas. En épocas en que no había, se juntaban con sus sacerdotes y rezaban, dedicaban cantos y danzas al mar para que se las devolviera.

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Sandi va con los padres al Club Náutico desde que tiene memoria. Nada, compite en aguas abiertas y esquía. La lancha alcanza los 40 km por hora mientras él va en un mono esquí de quince centímetros de ancho, salta rampas y vuelve al agua. Nunca se cae.

En dos semanas empiezan las vacaciones y la lancha está rota. Hay que cambiar el motor. El arreglo lleva por lo menos seis meses. Él, a los 17 años, no conoce un verano sin arena y mar. No sabe qué hacer. Piensa en Ricardo Cola Muñoz, compañero de la escuela y amigo, y en sus hermanos Pipo y Raúl que van a la playa con unas tablas; ni se imagina lo que hacen. No tiene idea de qué es el surf.

En noviembre de 1964, los hermanos Muñoz y Foxi hace un año que surfean. Se meten al mar cada vez que pueden y ya le dijeron a Sandi que vaya, que le prestan una tabla para que pruebe.

En playa Waikiki, las olas rompen en una punta junto a una franja de rocas y se meten en la bahía. Van de izquierda a derecha. No llegan a un metro de altura. Sandi, acostado sobre un longboard tres veces más ancho que el mono esquí, piensa que nada puede salir mal. Rema apenas ve que la onda se levanta y la empieza a barrenar. Agarra velocidad, intenta pararse y el mar lo tapa, lo empuja hacia abajo. Antes de que lo revuelque, logra aferrarse a la tabla, la abraza. Sigue bajo el agua. Son diez segundos que parecen minutos y vuelve a la superficie. Sólo puede flotar mientras la espuma, las ondas, la corriente o todo eso junto lo arrastran más de cien metros y lo tiran en la orilla.

Agarra la tabla, la pone bajo el brazo y camina hasta donde están los Muñoz. Siente que el mar lo maltrató. Creyó que iba a pararse, dominar el longboard, deslizarse hasta la arena. La frustración no le cabe en el cuerpo aunque ya no esquiará ni correrá en aguas abiertas. Ya no vivirá para otra cosa que no sea el surf.

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Los europeos que llegaron a Hawaii a fines del siglo XVIII impusieron la forma de vida de occidente. Todo lo hawaino pasó a un segundo plano. A su vez, los nativos se contagiaron enfermedades desconocidas y estuvieron al borde de la extinción. A partir de 1820, los misioneros cristianos calvinistas, consideraron a la cultura indígena hawaiana como inmoral. El surf estuvo a punto de desaparecer.

Después de 1840, periodistas y escritores denunciaron el sometimiento. Algunos visitaron Hawai y relataron sus costumbres. Mark Twain escribió: “Intenté hacer surf una vez, pero fallé. Estaba con la tabla situado en el lugar correcto en el momento apropiado, pero perdí el contacto con la tabla y me caí. La tabla llegó a la orilla en medio segundo, pero sin su carga, y yo me golpee contra el fondo al mismo tiempo, con un par de barriles de agua cayendo sobre mí”.

Un grupo de diez adolescentes resistió y retomó la costumbre de surfear. El referente era Duke Kajanamoku, un campeón de natación que entre 1910 y 1920 viajó por el mundo. Es considerado el padre del surf moderno. En cada país hacía una demostración. A veces, también construía la tabla con la que luego surfearía.

Hawaii, California y Australia fueron los lugares donde el deporte tuvo más desarrollo. Entre la décadas del 30 y del 40 se hizo popular. Se organizaron campeonatos, aparecieron los primeros fotógrafos y revistas. La Segunda Guerra Mundial puso una pausa. Después siguió la evolución. En los años 50 y 60 se popularizó en el resto del continente americano y Europa.

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Las manos de Sandi apenas se hunden, tiran agua hacia atrás cada vez más rápido, la tabla se desliza delante de la ola y él ya sabe que la agarró. Justo antes de que empiece a romper, lleva las palmas a la altura de la cintura, las pone contra la tabla, arquea el torso y al mismo tiempo apoya la planta del pie izquierdo, pasa el derecho hacia adelante y queda parado. Con las dos piernas forma un arco, da un paso adelante, otro, llega hasta la punta de la tabla. Junta los pies. Después camina hacia atrás. Estira los brazos, los flexiona. Todos los movimientos sirven para mantener el equilibrio mientras la ola, a su izquierda ya es espuma y a su espalda todavía pared.

Es noviembre de 1965. Tiene 18 años y es el doble de riesgo en una publicidad de los cigarrillos Fontanares. Le pidieron que surfee. Nadie le avisó que sería en un mar sin playa, sin arena donde llegar. Cuando lo llamaron para actuar pidió 100 dólares, lo que necesita para comprarle a Pipo su primera tabla de surf.

Los publicistas vieron en las piedras que forman una isla de unos quince metros de ancho por diez de largo junto al acantilado de Barranca los Lobos, la locación ideal para grabar. En otro lado harán la segunda parte: un rubio, musculoso, de no más de veinte saldrá del agua, se abrazará a dos modelos y encenderán cigarrillos.

Sandi lleva una malla y chaqueta de neoprene igual a la de un buzo náutico. En poco más de un minuto, hace la parte que le toca. No lo sabe y trata de surfear otra ola. Va acostado mirando el horizonte. La rompiente viene más fuerte de lo que creía. No llega a sumergirse lo suficiente y le arranca la tabla que va a parar a las piedras. Se encaja y queda al alcance de los publicistas.

Saca la cabeza del agua, toma aire por la nariz y la boca antes de nadar hacia adentro: un golpe contra las rocas puede ser el último. El mar lo lleva para el norte, la misma dirección en la que a unos tres kilómetros está la playa más cercana. Él piensa que es mucho, no quiere dejarse arrastrar. Bracea y patalea hacia el sur: pelea contra la corriente. Los camarógrafos y publicistas le gritan. Él no escucha. En cada uno de los treinta minutos en que nada sin avanzar, cree que se va a ahogar. Tiene miedo.

Va hacia el horizonte y logra encajar en un canal por el que llega a un espacio de un metro de arena. Ahí hace pie de espaldas al mar. Cuando el agua baja, tiene un momento para descansar, cuando sube, la espuma le llega a la cintura y lo empuja contra el acantilado. Las manos y el traje de buzo se le llenan de barro. Los publicistas y el rubio tardan varios minutos en alcanzarle una soga. Sandi la agarra. Desde arriba tiran y él apoya las plantas de los pies en el acantilado, como un alpinista, para darse impulso y llegar a las piedras.

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Caco descansa en el comedor de la Base Aérea Militar Mar del Plata, a medio kilómetro de la entrada a la ciudad. Está con algunos compañeros que, como él, hacen el servicio militar. Escucha que un superior lo llama. Grita. Él se para con el cuerpo recto, los brazos a los costados, los pies juntos, la vista al frente como si hubiera horizonte entre esas cuatro paredes. El tipo le ordena que salga al patio.

—¡Soldado Grassi! ¡Salto rana!

No tarda ni un segundo en ponerse de cuclillas y saltar hacia adelante. Dos, tres, cuatro, diez veces. Caco no tiene idea de por qué lo castiga. Cumple con cada orden que le dan. Desde que empezó, hace dos meses, no tuvo ni un llamado de atención. El tipo le grita que se tire cuerpo a tierra. Se pone boca abajo en el piso de hormigón que a las diez de la mañana, bajo el sol de abril no está tan frío. Arrastra los codos y las piernas por un metro y medio y otra vez le dice que salte.

—¿¡Así que es Juez!? ¡Juez de surf! ¡Carrera march alrededor mío!

El baile dura dos horas. Caco sabrá quince días después, en el próximo franco, que Sandi lo fue a buscar a la base. Esa tarde había campeonato y el soldado Grassi era miembro del jurado.

En el año 67 organizaron los primeros torneos. Todos cumplían alguna función. Había cuatro que eran encargados de las olas. Se juntaban en el centro de la ciudad a las 6 de la mañana. Dos recorrían la costa para el norte y otros dos para el sur. Miraban las rompientes, si tenían calidad y cuán largas eran en cada una de las playas. Se encontraban dos horas después y decidían dónde surfear. Si el mar estaba planchado se suspendía.

Había dos categorías. Los menores de 18 años eran junior, los mayores senior. Corrían en series de cuatro surfistas que tenían un tiempo de veinte minutos en el mar. Los jueces les ponían un puntaje. Evaluaban si caminaban el longborad o daban saltos, si bajaban la cresta de la ola erguidos o haciendo malabares con los brazos para no caerse, si quedaban parados en la punta de la tabla cuando hacían un hang five.

Dos grupos iniciaron el deporte. El de Mar del Plata que contaba con Sandi y su hermano Martín, Caco, Pipo, Raúl y Cola Muñoz, Juancho De Leonardis, Carlos Crañás, Foxi Ventura, Aníbal Márquez, Leopoldo, Leandro y Renato Tiribelli, Carlos Aliende, Pedro Balanesi, Ángel y Nino Antífora, y el Tano Fava. Y el de Buenos Aires que también arrancó en el 63 con Daniel Gil a la cabeza.

Todos iban a surfear a la misma playa. A veces eran diez en una ola. A la noche se juntaban para ir a un bar o a bailar. Llevaban el pelo por los hombros, a algunos se les aclaraba por el salitre y el sol, a otros por la parafina. Dejaron de vestir chombas, camisas, camisetas y mallas lisas. Esas que nadie usaba en las fotos de las revistas de surf que leían. En Argentina no existían remeras ni mallas estampadas.

Compraban tela roja, azul o amarilla en la tapicería. El único lugar donde además la conseguían floreada para imitar el estilo hawaino. Se la llevaban a Tota, la mamá de Pipo, que la cortaba y cosía. Les fabricaba remeras y mallas que tenían una franja blanca en la cintura y un cordón para ajustarla. O compraban remeras blancas, las anudaban y las sumergían en baldes con anilinas. Las desataban y las colgaban. Una vez secas, quedaban con dibujos de diferentes formas sin colorear. Algunos viajaban y traían ropa de afuera.

En 1970, el comisionado Pedro Martí Garro, intendente de Mar del Plata durante el gobierno militar de Roberto Levingston, les prohibió surfear entre las nueve y las seis de la tarde. La policía miraba más a las tablas que a ellos. La gente les preguntaba para qué las usaban y, una vez, una señora se acercó a tocarlas: creía que eran de mármol.

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Sandi y Juancho De Leonardis arman una lista de todo lo que pueden vender: tablas, trajes de neoprene, parafinas, remeras, mallas, buzos. Quieren dedicarse al surf. Acaban de ganar el doble de lo invertido en un par de tablas que fabricaron. La técnica se las pasó Pipo que, en 1967, hace cuatro años que fabrica.

Los longboards que se hacían en Estados Unidos tenían sesenta centímetros de ancho y la plancha que conseguía él, diez menos. Pipo construía un alma hueca, como un cajón de cinco centímetros por el largo de la tabla, para que no le quedaran tan angostas.

Cortaba el telgopor en partes iguales y las pegaba al alma. Ponía otras dos en los costados de la plancha. Las prensaba para que no pudieran moverse y quedaran niveladas. Después, pasaba el telgopor por un arco con alambres que se calentaban con electricidad. Cortaba la plancha que salía lisa y con los poros sellados. El resto del proceso era el mismo.

En 1970, Sandi está a punto de recibirse de abogado y Juancho de licenciado en Ciencias Económicas. Llevan las carreras al día aunque se la pasan en el mar, el lugar en que empezó su amistad hace cinco años. O en Deer —De Leonardis-Errecaborde—, su fábrica. Ya no hacen tablas con telgopor. Compran poliuretano expandido, el material que se usa en todo el mundo. Son planchas marrones listas para darles forma con lijas o shapear, como se dice en inglés.

Las planchas se usan para aislamiento de heladeras y se nota: las tablas pesan siete kilos. Tienen que teñir la resina con pigmentos de pintura para autos o pintarlas con soplete. Si no, quedan todas iguales. Se venden, pero a ellos no les gustan. Quieren que sean blancas, el color que tienen en Estados Unidos, Australia y Hawaii.

Gordon Clark fabrica poliuretano expandido blanco, más conocido como espuma o foam, otra palabra que adoptaron del inglés. Exporta a todo el planeta y es el líder de la industria. Para Sandi y Juancho importarlas es caro. Tienen que hacerlas. Le mandan una carta a la fábrica en California y le piden los químicos para espumar.

Caco y Carlitos Crañás, dos de sus amigos, van a trabajar con ellos. Los cuatro están en la fábrica, un galpón de diez por diez, para hacer un molde y producir en serie cuando llegue el embarque. Consiguieron los dos químicos que mezclados se convierten en foam. Una vez juntos empiezan a expandirse como la levadura. Un día después el material fragua y está listo para shapearlo.

Las proporciones de los químicos tienen que ser exactas. Ellos no las saben. Ponen a ojo más de un cuarto de cada uno en un tacho. El olor, que podría intoxicar a Goliat, llena el aire del galpón. Caco agarra una máquina, parecida a una agujereadora, con una hélice en la punta. La deja unos segundos en la parte de arriba del líquido similar al poxipol. La baja despacio, se queda unos instantes en el fondo y vuelve a subir lento. La mezcla no lleva más de un minuto.

No saben dónde tirar el líquido y Caco señala la bañadera, el lugar más parecido a la forma de una tabla que tienen a mano. El foam empieza expandirse antes de que el tacho se vacíe. Crece más rápido de lo que ellos creían. No para. Está al borde de la bañadera y Caco grita:

—¡Traé la puerta! ¡Traé la puerta!

Carlitos le alcanza la puerta de madera tirada en un rincón del galpón. La ponen arriba del foam, incontenible como un monstruo que quiere salir de una cueva. Carlitos es el primero en subirse a la puerta, Caco el segundo. Los siguen Sandi y Juancho. Los cuatro se paran, se abrazan por los hombros para mantener el equilibrio. El mismo que ejercitan cada día en el agua. No les sirve de nada. El monstruo no tarda más de diez segundos en tirarlos al suelo.

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El foam está sobre el caballete a la altura de las manos de Leopoldo Tiribelli. Con su hermano Leandro y Caco miran la parte de abajo, la de arriba. Acaba de terminar de darle forma y el polvo vuela, vicia el aire y, después, tapiza el suelo. Los fluorescentes iluminan la espuma por todos lados, las paredes son negras para que lo blanco se vea mejor. Ellos se fijan que no tenga un hueco, un globo o una deformación: tiene que quedar tan parejo como un vidrio.

El papá de Leopoldo y Leandro, Tito, consiguió la distribución de tablas Gordon y Smith —GyS — en Argentina. Los hermanos y Caco trabajan en el taller, un galpón en Independencia y Brown. Fabrican los tres modelos que existen en el mercado: Magic, Easy y Gipsy.

Larry Gordon y Floyd Smith fueron los primeros en usar poliuretano expandido. Cambiaron la industria para siempre. Hacían las mejores tablas del mundo. Para los surfers de Mar del Plata era como pasar de tener una Zanella a una Honda.
La idea de Tito era que Leandro o Leopoldo siguieran con la industria; ninguno quiso. Hicieron cien tablas.

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Las golondrinas tienen la frente blanca, la corona y el dorso azul oscuro. Viajan desde Goya, Corrientes. Recorren 12 mil kilómetros en un mes. Llegan todos los 19 de marzo y pintan de negro el cielo de San Juan Capistrano, el pueblo del estado de California sobre la costa sudoeste de Estados Unidos donde viven Sandi y Juancho. Alquilaron una casa en la playa junto a la de Gordon Clark. El líder del foam los invitó a trabajar con él.

En 1974, llevan siete años en la industria del surf. Los empleados de Clark no lo saben o no les importa y a Sandi lo tienen de acá para allá. Apenas llega a la fábrica, le piden que traiga un balde, que apoye las espumas en el mueble una arriba de la otra como los estantes de una vitrina, que cargue barriles. Camina todo el día por el galpón de una manzana, techos altos y puertas enfrentadas.

La mezcla de los químicos libera gases tóxicos. De a poco se acumulan en el aire hasta que suena la alarma. Todos los empleados dejan lo que están haciendo. Las puertas se abren. Salen. En quince minutos, el lugar se ventila.

No cumple horario. No le pagan. Hay mañanas que mira el mar verde, transparente, las palmeras en el medio de la arena, las sierras repletas de vegetación que se meten en el océano. Si la rompiente es buena, se queda surfeando con Juancho.

Sandi agarra un balde, echa los químicos. Con la hélice sube y baja por el líquido. Ya le dijeron que la mezcla no tiene que tener ni un solo globo. Se acerca a un molde, dos hojas de hormigón que tienen el hueco con la forma de una tabla y se abren como una plancha de tintorería. Por dentro llevan caños con agua que les dan temperatura. La abre y acomoda los papeles que absorben la humedad. Tira el líquido dibujando el contorno de la tabla lo más parejo que puede y cierra la matriz. Media hora después el foam está listo.

Juancho y Sandi pasan un mes en Clark y se van a trabajar a una fábrica de tablas. Después se mudan a Seattle y conocen la producción de trajes de neoprene. Compran herramientas, materiales, aprenden. En Estados Unidos, hace veinte años que piensan la industria. Prueban, usan lo que sirve, tiran lo que no. Buscan soluciones. Evolucionan. Sandi se siente como un mecánico que pasa una temporada en un equipo de Fórmula 1.

—En tres meses aprendí lo que en Mar del Plata me iba a llevar diez años.

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—Es como pararse en un tobogán y, al mismo tiempo, uno siente que domina las olas —dice Raúl Muñoz en una nota del diario La Nación el 7 de enero de 1966, uno de los primeros registros del deporte en Argentina.

Cuando empezaron, tres años antes, sólo seguían la onda o barrenaban las espumas. Algunos caminaban la tabla. Después, aprendieron a darse vuelta cuando estaban abajo, remontar hasta la cresta y volver a bajar. Algunos iban con los brazos abiertos o con las manos en la espalda. Sandi fue el primer campeón argentino y representó al país en campeonatos internacionales. Pedro Balanesi y Leandro Tiribelli también ganaron el torneo nacional y Juancho fue subcampeón.

Él, Caco y otros muchachos de Buenos Aires están en Waikiki y ven que un rubio, alto, delgado, el longboard bajo el brazo, camina por las rocas. Las olas no tienen más de cincuenta centímetros y rompen cerca de la orilla. Ellos miran el mar con desprecio, se aburren y se ríen del gringo que se tropieza con una piedra.

La burla dura poco. El tipo va arrodillado, con una remada agarra la primera ola, se para y da uno, dos, tres pasos. Llega a la punta del longboard. Deja el cuerpo erguido en el borde y los diez dedos de los pies quedan afuera, colgando. La maniobra se llama hang ten. Vuelve caminando hacia atrás, gira y queda de espaldas a la orilla.

El rubio es John Fletcher, californiano. El padre le pagó el viaje a América del Sur para que su país no lo mande a Vietnam. Juancho se levanta y sale corriendo a meterse al agua. Caco se queda. No se quiere perder ni una de las olas que surfee John. Es la primera vez que ve, en vivo y en directo, a alguien que sabe del deporte.

* * *

El molde de hormigón es una copia de los que usan en Clark. Las dos hojas se cierran con cuatro bisagras de acero. Tienen un centímetro de ancho, no aguantan la fuerza de los químicos mal mezclados. Carlitos se agarra la cabeza. Caco mira el poliuretano que rebalsa y sale por todos lados. Escucha el crujido del hormigón que se agrieta. Las hojas quedan separadas, rotas. Solo sirven para escombros.

Caco es el gerente de Deer y se encargó de mandar a hacer los tres moldes apenas volvieron de Estados Unidos. También de la mudanza a un galpón más grande en 3 de Febrero y Pampa. En una parte, hacen el foam. Al lado hay un cuarto para shapear. En el salón más grande los diez caballetes para la pintura y entelado y una sierra eléctrica de carnicería para cortar el foam y colocar el alma.

En la fábrica, además, trabaja Renato Tiribelli, primo de los hermanos Muñoz. Es el más chico. Acaba de terminar el secundario. Arregla tablas desde los quince. Le gusta lo que puede hacer con un material. Sabe que los maestros de Sandi y Juancho en Estados Unidos son los que inventaron la industria.

Todos tienen llave. El primero que llega enchufa la manta eléctrica y la pone en alguno de los moldes que no tienen caños ni serpentinas que les den temperatura. Sin calor, la primera espuma no sale. Toman mate, charlan, se ríen. Después, cada uno va a su puesto. Puede ser cualquiera el que llegue y diga:

—Hay olas en el Torreón.

La producción se detiene. Se suben a algún auto y salen para la playa. Caminan por las rocas que están al lado del edificio de estilo medieval, pura piedra y tejas rojas. Entran al agua. Surfean o se quedan flotando mientras respiran una y otra vez el aire con olor a algas que no hay en ninguna otra playa. Sienten que no necesitan nada más. Después vuelven a terminar con la jornada. Pueden trabajar a la mañana, a la tarde o a la noche. Depende del viento y el mar.

Juancho ya es Licenciado en Administración de Empresas, pero no ejerce. Sandi terminó Derecho, siguió Práctica Notarial y es escribano. En 1975, abren el primer Surf Shop de Mar del Plata. Hacen trajes de neoprene y venden ropa. Tres años después, abren otro local en la galería Sao. Llegan a vender 500 remeras por semana y 480 tablas en un año.

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En el horizonte se filtran rayos de sol. El resto del cielo es gris en Playa Waikiki. Hace frío y en el agua hay más de cincuenta surfistas. Sandi que a los 69, va al gimnasio, corre y surfea, ve las olas de medio metro que rompen hacia la derecha y no le dan ganas de meterse.

La tabla de Caco es blanca, tiene un dibujo rojo y la hizo Renato. Lleva traje de neoprene y camina por las piedras. Pasa junto a escuelas de Surf y un par de restaurantes, todos de madera que están sobre la escollera. Llega a un espacio de arena a doscientos metros de la orilla y se mete.

Caco, sentado de espaldas a la playa, estira el cuello, abre bien los ojos. Mira las ondas para calcular cuándo correr. Llega la primera, se da vuelta, rema y no la agarra. Con la segunda pasa lo mismo. El surf también es paciencia. Ve cómo se acerca otra. Se da vuelta, rema más rápido y no la pierde. Toma velocidad, sube hasta la cresta y baja. Dibuja una V. Con los pies, mueve la tabla a un lado, a otro y parece que domara la ola. Después cae y vuelve a empezar.

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