Los canallas y sus clientes
Aguafuertes marplatenses de un renegado periodista nacido en el interzonal. Ojo de halcón que ve en simultáneo el plano general y el plano en detalle (que es lo mismo que decir: jorge, el que no puede dejar de encontrar el pelo en la sopa).
—Hola Soy Maximiliano ¿Te puedo llamar?
—Sí, claro.
Y llamó. Larga actualización sobre respectivas biografías, actividad desganada de este lado. Ya algo supe de él cuando se fue de la facu a laburar al imperio. Lo demás pude haberlo supuesto. Quien más quien menos la gente se casa, tiene hijos, se separa, se le muere algún padre, le va peor, le va mejor. No me muero de curiosidad al respecto, de haberla tenido aunque sea un poco lo hubiera buscado en Facebook. Y cuando hago eso, inmediatamente, sea quien sea que me lleva a preguntarme qué habrá sido de su vida, ni bien obtengo la respuesta, me importa tres carajos. Y la mía no es una información que me queme por contar, trato de sintetizarla por cumplir, a sabiendas de un menefreguismo simétrico del otro lado. Pero aquí estábamos, pasando por las normas de etiqueta de repasar los años perdidos. Hasta que llegamos al motivo real de la charla. Sabés que estoy en la producción del “gordo maléfico”, me pregunta, literalmente. No, no sabía. Bueno, el tema es que queremos hacer un informe sobre Mar del Plata, la nueva Rosario del narcotráfico. Ahá, y me pedía contactos para hacerlo. Lo termino derivando a un excompañero en común, no conozco fuentes que confirmen semejante cosa, eso —para empezar— no existe, hay drogas, claramente, pero no es la nueva Rosario. En medio me pide un barco para hacer tomas de la ciudad de noche. Saltamos en el tiempo, sale el informe, confirmaron la hipótesis que prescindiría de pruebas, narcos arrepentidos sin rostro. La nada misma.
La noticia es una mercancía, ya lo sabemos. Hay mercadería noble, producida a conciencia y al amparo de la verdad, hay mercadería infame, facturada con pleno conocimiento de ser mentira. La remanida posverdad, agachate que pasa el bolazo. Operaciones mediáticas a gran escala, con el único límite de las reacciones inesperadas que destilan en los focus groups. Nos fuimos a la mierda, retrocedamos.
La noticia es una mercancía que se compra o no se compra, te la sacan de las manos o va a parar a la mesa de saldos. Sin clientes no hay trata. Sin clientes que compren noticias truchas, no existiría Clarín, en una cadena solidaria que empieza en la compra del diario y se extiende a la compra del paquete para ver el fútbol codificado que ofrece Cablevisión. Clarín miente (El Mercurio miente, Televisa miente, O Globo miente), pero yo quiero ver a boquita.
Culpas, hablemos de culpas, hermoso subproducto del judeocristianismo, golpeémonos el pecho, que en una sociedad injusta no se puede vivir sin ser injusto, aunque sea un poco. Mentiras. Qué distancia hay entre una mentira y una verdad un poco maquillada. Dígame usted si mentí el día que, micrófono en mano y cámara detrás, les sugerí a unos que hacían huelga de hambre contra la privatización de la empresa de energía, que alguno se descompense y venga una ambulancia. Ahora que lo digo, sí, mentí, era muy joven, estaba en contra del menemismo, perdón. Desde ese mismo canal, tiempo antes, me tocó ir a cubrir una manifestación de ese mismo sindicato. «¿Querés que haya mucha o poca gente?» —me preguntó Pino, el camarógrafo. Mucha, le respondí, pero están los que están. No, me corrige. Si me pongo delante, la gente parece mucha, el que va más atrás se suma al que va más adelante, se hace multitud. Pero si me pongo de costado y se ve a los manifestantes espaciados, resulta que son cuatro gatos locos. Demás está decir cuál fue mi opción. ¿Mentí también o elegí una verdad de las muchas posibles?
Lo de la huelga de hambre ocurrió en la Catedral. En ese mismo lugar, ocurriría otra cosa, en 1999. Hacía varios días que unos piqueteros habían tomado la basílica, reclamando que De la Rúa les de una cantidad de cosas. En una radio de un tipo repugnante de bigotes a tres periodistas se les ocurrió un plan: harían que un grupo de feligreses se enfrentaran a los desarrapados que ocupaban el templo, dirían que no los dejaban rezar y terminarían con la toma. Lo hicieron. Uno de ellos, corresponsal del 13 y TN, pasaba justo por allí y recogió el testimonio del pobre cristiano que expulsó a los tiros a los mercaderes. Después se supo que se trataba de Ricardo Oliveros, uno que había pertenecido a los servicios de la dictadura militar y que terminaría detenido en España, en el marco de las investigaciones sobre crímenes de lesa humanidad que sustanciaba el juez Baltazar Garzón. Otra mentira con color local.
¿Quién nos controla? Nadie. Alguno dirá “el mercado”, como si viviéramos en una economía/ sociedad de libre mercado. Ni Clarín, ni La Nación, ni La Capital están ahí porque la suerte les repartió buenas cartas que supieron jugar. Están ahí porque se apropiaron de la libre expresión con trampas, cuando no con torturas, como pasó con Papel Prensa. Campean la producción de contenidos pasando entre el andamiaje legal que fuera concebido para proteger a las voces más débiles, que en este caso es Clarín. Y a quien ose señalar la baraja escondida en la manga, se les hará cargar con la piedra del escarnio de oponerse a la libre expresión, que ya queda establecido que es igual a la libre empresa.
Se discutió muchas veces si los periodistas deberíamos tener una colegiatura, como lo tienen médicas y médicos, escribanas y escribanos. No da. Porque matricular al periodismo implicaría crear una figura jurídica que viene en un combo con un tribunal de ética. ¿A quiénes imaginamos sentados a la mesa de esa corte? Al perro Verbitsky, a Claudia Acuña, a Pablo Llonto, a Cristian Alarcón… O a Luis Majul, a Mercedes Ninci, a algún Leuco o los dos, al gordo choto ese cerrador de medios. Esta torpe columna no sería publicada, esta revista no saldría.
Ahora mismo, mientras el corresponsal del imperio reporta fábulas desde Esquel para hundir a Santiago y su reclamo de justicia, están cerrando medios en toda la patria, la lista es tristemente larga, las voces —lejos de multiplicarse— se restan. ¿Quiénes pierden? Claro que en primer término los y las colegas que se quedan en la calle. Pero esta mercancía llamada noticia no es cualquier mercancía. Producida con buena leche y amor por la profesión, son ladrillitos que sirven a la opinión pública, piedra angular de la democracia, elemento determinante para saber y poder elegir. Cada medio que cierra aumenta la proporción de influencia de cretinos como el Jefe de Gabinete, que tiene un ejército de trolls sembrando mentiras en las redes, con enormes gastos concomitantes para el Estado. No será la corporación mediática quien lo detenga, esa que sostiene el consenso hacia un gobierno que le garantiza sus negocios; no será la política quien lo detenga, ahora que están de cacería los jueces amaestrados. A los mentirosos los vamos a parar nosotros, “comprando” la noticia en almacenes de barrio como ésta.
De mi parte, juro solemnemente no volver a disfrazar la verdad.