La República del Matadero

Un paseo por uno de los complejos habitacionales más intrincados que se hayan hecho: el Centenario. Arquitectura endogámica diseñada por la última dictadura cívico-militar. Una comunidad que vive entre estigmas sociales, peligro de derrumbe, juicio por fallas edilicias y un Estado ausente. Monoblocks construidos en octógonos: ocho cuerpos para conocer su actualidad.

Fotos: Pablo González

Cuerpo 1: Las paredes hablan

¿Gueto? ¿Petit barrio cerrado? ¿Country al revés? El Centenario. Llamado por los marplatenses barrio Centenario, no es un barrio. Los habitantes más fanáticos del Club Alvarado lo rebautizaron “La República del Matadero”. Es un complejo habitacional de mil seiscientas viviendas construido sobre dieciséis manzanas. Para entender por qué los edificios de dos pisos, los dúplex y los pequeños jardines dan la espalda al vecindario Bernardino Rivadavia —y a Mar del Plata, en general—, hay que remontarse a la última dictadura cívico-militar, cuando fue construido, y a su lógica siniestra de encierro y ocultamiento.

No alcanza, para desentrañarlo, con abrir Google maps y tipear “barrio Centenario Mar del Plata”. La herramienta virtual solo permitirá ver con precisión, desde arriba, cómo se corta la cuadrícula de las calles de la zona: Quintana, Saavedra, Primera Junta, Roca, San Lorenzo y Avellaneda de un lado y, del otro, Tierra del Fuego, Perú y México. Todas con sus trazados interrumpidos, o forzadas a dar vueltas imprevistas. Únicamente Peña lo atraviesa.

A fuerza de observarlo, la espectadora advierte que el Cente es más que una visión aérea, más que una foto panorámica sacada desde la distancia de un drone. Caminándolo se lo entiende un poco más. Hay un adentro que bombea. Un interior que late. Una vida que no se ve desde afuera.

Construido en octógonos, los cuerpos de departamentos encierran en su interior a los dúplex, que son más grandes y cómodos. En el contorno de esos ocho cuerpos, las veredas van hacia todos lados. Resulta peludo describirlo: salta demasiada información, suena el eco del GPS: “Zona peligrosa”. La espectadora no quiere mirar más de la cuenta. Pero mirar es una necesidad que quema.

Chile y Saavedra a las dos de la tarde. Sebastián Olivera, militante de Jupebo, me espera en el pequeño Madre América, un local donde la organización ofrece actividades. Empezamos a andar desde la placita seca y colorida que conduce hacia uno de los límites del complejo: el barrio Kennedy, que si bien comparte territorio, luce una arquitectura diferente. Los del Kennedy no se mezclan con los del Centenario, apunta Sebastián, ahora convertido en guía. Doblando hacia el otro lado, el norte, empieza el recorrido. Y los caminantes entran en un cuadro de Xul Solar: líneas rectas que se proyectan hacia todas las direcciones, colores sucios, entre ocres y ladrillos y edificios y edificios y más edificios bajos.

Los departamentos de la planta baja tienen su patio. En ellos, de todo. Antenas de DirecTV, jardines alambrados, plantas en macetas de colores. Cientos de estilos de cortinas. Muchas ventanas, de las que cuelgan cordeles improvisados con ropa húmeda, a la espera del aire del pasillo. Preadolescentes van y vienen en bicicleta. Algunos convirtieron sus casas en despensas, almacenes, quioscos. Atienden hasta cualquier hora desde las ventanas enrejadas. No faltan las parrillas móviles en mitades de tanques. Ni las bicis estacionadas en los descansos de las escaleras. Tampoco faltan los policías. Ni los municipales vestidos de azul, ni los prefectos de marrón.

El camino termina en la calle Peña, justo debajo de uno de los tres tanques de agua de todo el complejo. El tanque nunca deja de gotear. Al cruzar Peña, reaparece la calle México, que bordea el costado de la plaza en la que se levanta, adusto, don Bernardino Rivadavia. Es la única plaza del barrio.

Además de ser una división sobre la geografía del complejo, la calle Peña supone una separación entre dos entornos. Hacia el sur, los edificios y los departamentos más arreglados, la zona más tranquila, explican algunos vecinos. La parte VIP, dirán otros. Para el lado contrario, el deterioro se convierte en impronta. Y el ambiente se enrarece. Cuesta seguir mirando sin sentir que sos tildada de mirona, cheta, impúdica por los grupos de pibes que destejen la tarde.

Entonces, son las paredes las que empiezan a mirarte y a hablarte. Los muros sobre los que se escriben las nomenclaturas de los edificios —sector, acceso— abren la boca y de sus fauces salen imágenes, rostros de jóvenes muertos, palabras y poesía. Una pintura del artista plástico Sandro Mercado reproduce versos de Camilo Blajaquis, alter ego de César González, el ex “pibe chorro” convertido en poeta del conurbano. Desde ese mural, frente a la Escuela Secundaria N° 30, Camilo te grita cuáles son las “Diferencias invisibles”.

“La realidad es que estoy preso, en una cárcel.

Lo real es que soy libre demasiado libre.

La realidad dice que hay inseguridad

Lo real grita que la violencia es consecuencia

de la exclusión, de la marginación, de mentir.

La realidad es que nos quejamos de que todo es una mierda.

Lo real es que somos la especie más fácil de domar.

La realidad vive sometida a cirugías plásticas.

(…) La realidad tiene responsabilidades, horarios y un estado.

Lo real tiene un corazón, sentimientos y manos que dibujan”.

Camilo calienta la calle. El recorrido sigue por México, que conduce hacia el centro cívico del Centenario. La rotonda desprolija, con pastos sin cortar, marca el fin de esa calle y el nacimiento de otra, Tierra del Fuego. En el corazón del “barrio” se cae ante los ojos de la mirona el mayor símbolo de violencia del lugar: un gimnasio polideportivo nuevo, casi terminado, flamante, con sus puertas cerradas. Un elefante blanco. Se mira. No se toca. Ya empieza a tener síntomas de abandono, aunque esté clausurado, sin usar. Sin usar para el objetivo con el que fue construido: porque quienes sí lo utilizan son los integrantes del cuerpo de policía municipal, con funciones en esas dieciséis manzanas.

La realidad dice que no hay plata para reabrirlo.

Lo real es que al poder le encanta humillar.

Podrían ser versos del poema de Camilo. Pero son las conclusiones a las que llega la mirona, acompañada por el guía.

Cuerpo 2: Adentro

“Mirá vos, parece un hormiguero esto”, le comentó a la asistente social que la llevó a recorrer el complejo habitacional en 1982. Graciela Vázquez fue la segunda adjudicataria de un dúplex de dos plantas, cuatro habitaciones y dos baños. La primera vez que lo vio quedó impactada por la extraña arquitectura del flamante lugar: “Era todo de cemento y había ventanitas chiquitas y cuando pasabas por los pasillos aparecían los dúplex”, sigue. “Yo pensaba que esas casas iban a ser para los que tenían más plata”. Pero le tocó a ella, en aquel entonces una mujer con seis hijos en edades escolares que venían de vivir “en una pieza y cocina con el excusado afuera”.

Dejar de mirar. Empezar a escuchar, se repite la mirona.

“Demencial, demencial”, apunta varias veces Gabriel Cabrejas, destacado crítico teatral, docente universitario y autor de varios libros sobre teatro. Junto a su compañera, habita un departamento en un segundo piso, sobre la calle Chile. Cerca de tres mil libros llenan su biblioteca, en una de las dos habitaciones. Y un delicado diseño en mosaiquismo decora lo que sería el porche de la vivienda. “Tratamos de embellecerlo”, cuenta. Y sigue sin entender cómo fue posible que una cabeza sana diseñara semejante trama edilicia. “Solo los milicos…”, concluye.

Laberinto y enjambre, la construcción del Centenario no se parece a ninguna otra de Mar del Plata, aunque las pasarelas que vinculan el nivel superior remitan a las viejas pasarelas del complejo turístico Punta Mogotes. Y la densidad poblacional, con sus cerca de diez mil habitantes —un dato siempre estimativo— recuerda el impacto que tiene el Complejo Universitario “Manuel Belgrano” en el barrio Pinos de Anchorena. Después de todo, las tres construcciones datan de los mismos años: principios de los ’80, el ciclo final del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”.

“Un vecino del barrio me contó sobre la estructura”, arranca Nancy Scarcella, militante de La Cámpora con base en “el Cente” desde hace siete años. La ex precandidata a concejal por Unidad Ciudadana dice que le contaron que “el complejo estaba preparado para ocultar detenidos, por eso su forma de laberinto. Tiene sus recovecos, entrás por un lado y te perdés, no hay manzanas adentro, no tiene un circuito que pueda recorrerse como cualquier otro conjunto de viviendas sociales”.

Esa característica de escenario críptico, poblado por túneles y pasillos y por departamentos de difícil ubicación para quienes no son del lugar, ayudó a sellar su destino de espacio inseguro, alimentó miedos y estigmas y creó realidades. “La policía los corría y los delincuentes se metían en el Centenario porque éste es un lugar difícil (para ser encontrado), aprovechaban porque conocían el barrio, se metían y no los agarraban más, era un buen escondite”, reconoce Anastasia Lemos, costurera jubilada y una de las primeras propietarias. “Llegar al Centenario fue como ganarme la lotería, nosotros no teníamos casa, vivíamos con mis ex suegros”, rememora.

A pesar de estar ubicado a quince minutos del microcentro local, el Centenario no mantiene buenas relaciones con los habitantes externos. “La gente y la delincuencia hicieron que fuera un barrio para adentro, hasta no hace mucho los taxistas no querían entrar, ahora están llegando porque está la policía”, dice Graciela. “Hay gente que no quiere pisar. Cuando quise poner internet, la señorita que me atendió (de una empresa de telefonía) me dijo que el barrio está tildado como uno de los más peligrosos. No entran. Hacé la prueba, llamá vos y fíjate qué te dicen”, desafía la mujer, que logró terminar el secundario por medio del Plan Fines y que llena sus horas libres con el estudio del inglés y con la elaboración de artesanías y de berenjenas al escabeche, que vende en el mismo complejo.

“Ahora se calmó, pero en algún momento había tres o cuatro familias que se peleaban por ver quiénes eran los que mandaban en el barrio. Hubo un tiempo en que tenía miedo de que viniera gente de visita a mi casa, es que les podían robar los estéreos o las gomas de los autos”, se sincera Graciela. Pero dice que esas épocas pasaron, lo mismo que los tiroteos que se escuchaban por las noches, sobre todo cuando Alvarado jugaba partidos en Mar del Plata.

La crónica policial ayudó a magnificar su peligrosidad y a diferenciarla de otras zonas de Mar del Plata. Durante años, cualquier hecho delictivo que pasaba entre Jara y Champagnat mencionaba la palabra “Centenario”. “Todo lo que pasa cerca de acá ocurre en el Centenario. Nos hicieron una fama…”, puntualiza Lidia De Marco, amiga de Anastasia y propietaria de un departamento desde hace veinticinco años.

“Cuando nos preguntan, yo siempre digo que vivo en Jara y San Lorenzo, porque si decís que vivís en el Centenario te apartan. Llevamos una cruz”, agrega Lidia, también costurera y aficionada a las caminatas matutinas junto a otras vecinas. Cabrejas coincide: que nadie del “Cente” ose comprarse un electrodoméstico o un mueble y espere que, desde el comercio, se lo trasladen a la puerta de su casa. Eso no ocurre en el Centenario.

“Es una comunidad de laburantes que sufre muchísimo la estigmatización”, asegura la psicóloga social Adriana Puente. “Tenemos el caso de una abuela cuyo nieto tiene internación domiciliaria y se le complica mucho la situación por vivir en el Centenario”. Y dice lo que ya es, a esta altura, una obviedad: “La construcción ayuda a que (la comunidad) sea para adentro”.

Cuerpo 3: Afuera

Juan Ignacio Santeiro, titular de la ong Jóvenes Solidarios, explica que la concepción arquitectónica del Centenario instituye “un adentro y un afuera”. Y habla de la complejidad: “Al que viene de afuera y no conoce el lugar se le hace difícil poder transitarlo, porque no hay ningún tipo de señalética, sacando los números de los consorcios. Es un desafío a trabajar: romper desde lo arquitectónico con eso, hay que generar que los vecinos de Mar del Plata pasen por acá sin miedo”.

No es difícil imaginar lo que termina pasando: si el ambiente externo segrega y discrimina, entre los habitantes suele ocurrir el proceso inverso. Sobre todo los más jóvenes eligen no salir del complejo habitacional. Logran abastecerse en el mismo “barrio”. Un círculo que es, a la vez, reacción y que alimenta el aislamiento, la diferencia y el miedo.

“Hay gente que no sale, semanas enteras, esto es un country que está mal visto, solo le falta una lona para taparlo y que la sociedad no lo vea”, admite, sin dejar de lado la ironía, Javier Pérez Spangenberg, militante de Nueva Acción, una línea interna de Acción Marplatense, cuyo local —sobre la calle Bronzini— realiza actividades con los vecinos del complejo y con los que viven del otro lado, en la llamada Villa Matadero, que es un pequeño asentamiento sobre la calle Malvinas.

“Tenés de todo en el barrio, hay muchísimos negocios adentro”, sigue Lucas Garrido, del mismo sector político. Los que se dedican a oficios como albañilería, plomería o electricidad, más los quioscos, las rotiserías y hasta vendedoras de ropa en su propio departamento o diseñadoras de mallas e indumentaria deportiva. “Esto es muy masivo, en dieciséis manzanas hay mil seiscientas familias”.

Miriam Sánchez, bibliotecaria de la Escuela Secundaria 30 coincide con la idea del ostracismo que circula entre algunos lugareños: “Estamos a muy pocas cuadras del centro, pero para muchos es como cruzar un abismo. Una característica puntual de esta comunidad es que pasan casi toda la vida adentro del Centenario, como si no hubiera otros realidades”.

Lo dice, sobre todo, en relación a los alumnos y las alumnas del secundario. Por eso señala que la escuela es un excepcional puente con todo el mundo que se erige por afuera de los octógonos. “Una meta interesante es que ellos vean otros lugares. A veces les decimos que vamos a ir al Teatro Auditorium y es como si les planteáramos ir al espacio exterior”.

“No sé si les resulta más cómodo —sigue la bibliotecaria. A veces está el temor de salir al afuera, sobre todo cuando pesan sobre ellos (alumnos y alumnas, jóvenes del Centenario) preconceptos de que todos son malas personas. A veces terminan creyéndolo… Es el poder de la palabra que no tenemos en cuenta. Cuando a uno le dicen algo, al final lo termina cumpliendo, es como un mandato”.

“Nosotros no nos quedamos con que no se puede, con eso de ‘qué vas a esperar si son chicos del Centenario’, no, para nada, eso no puede pasar, nosotros trabajamos mucho lo que se dice en la institución, este lugar es para crear posibilidades de todos”, asegura Claudia Fernández, directora del Centro de Educación Complementario (CEC). Se trata de una antigua institución que está emplazada en el barrio desde 1966. No es una escuela, no es un centro de contención, es un lugar que, a contraturno de la escuela primaria, empodera a los chicos que lo necesitan. El CEC les habilita un espacio para que niñas y niños puedan ver más allá de sus posibilidades familiares. Y logran buenos resultados.

“Las familias del Centenario son familias como las de cualquier barrio, se arman organizaciones o grupos de padres o vecinos con diferentes fines para acompañar a los chicos, a las juventudes o los más chiquititos. Si vos me preguntás si los chicos del Centenario presentan algún problema de conducta porque viven en el Centenario… No, no, eso sería estigmatizarlos, tendríamos una mirada sesgada. No, todo lo contrario, pareciera que lo que uno escucha de la comunidad del Centenario no se condice con lo que nosotros realmente vamos trabajando desde hace cincuenta años”, defiende.

El peligro de las parcialidades, porque el mundo es más que una porción de mundo, piensa la mirona. Y es sano advertirlo. “Sea un country o un complejo de viviendas, cuando uno ve solo una realidad tiene una versión sesgada. Un lugar que es cerrado, no recibe la influencia de otras realidades. En los countrys no se puede entender que haya gente que anda en subte, o gente a la que se le inunda la casa, se ve solo una parte de toda la realidad”, concluye Miriam.

Cuerpo 4: Desde Perú con veinticinco centavos

Solo les quedaban veinticinco centavos en el bolsillo cuando pisaron Retiro. Habían desaparecido los ahorros que traían desde Lima, en un bolso, y que iban a servir para pasar unas vacaciones en Mar del Plata. Una serie de imprevistos los obligó a bajar y subir del colectivo de larga distancia muchas más veces de lo esperado. Desconcentrados por el trajín, José Caritas Quispe (31) y Lucila Gutiérrez (29) no encontraron explicación a la falta del dinero. Aún hoy, sentada la pareja en el comedor de su departamento del Centenario, duda si aquel episodio fue un robo o una pérdida producto de un descuido.

El hecho fue clave: los obligó a pensar en la posibilidad de adoptar a la Argentina, donde vive su hermana, como segunda patria. “Decidimos probar y buscar trabajo”, sigue él. Su oficio de técnico electrónico le abrió chances laborales rápidamente. Además, empezó a estudiar.

Entonces no eran padres. Al cabo de diez años de permanencia en Argentina, la pareja ya se convirtió en una familia joven, que también está formada por una niña inquieta que aún usa pañales y por un niño apenitas más grande que juegan en el comedor, atravesados por el perfume a pan recién horneado. Pan que amasa Lucila y que comparte, calentito.

Como inquilinos vivieron en varios barrios, desde Santa Rita y Las Américas a San Carlos. La opción de comprar su casa en el Centenario apareció tentadora. “Fuimos uno de los beneficiarios del Plan Procrear, teníamos dinero ahorrado, pero no sabíamos si comprar el terreno o comprar una casa. Bueno, comprar una casa no se podía porque era todo caro. Y los terrenos tenían un precio y cuando empezaron a salir los planes empezaron a elevarse. No llegábamos ni a comprar el terreno. Buscando, de pronto salió el anuncio de este departamento”.

La ilusión de tener la casa propia se mezcló con las voces de conocidos que les pedían prudencia. “Nos dimos cuenta de que el barrio estaba muy estigmatizado, por eso empezamos a hacer averiguaciones. El departamento estaba en regla, tenía todos los servicios, los dueños que vendían eran los originales. Nos contaron que el setenta por ciento (de los inquilinos y propietarios) no paga las expensas. Empezamos a ver todo eso, pero era la necesidad de tener una vivienda y la oportunidad que se nos estaba dando de tener un departamento que podíamos pagar”.

Hace dos años que habitan un departamento en la planta baja. “Entre lo que nos habían contado y lo que veíamos había mucha diferencia. Cambió un montón. Aunque tampoco podemos tapar el sol con un dedo. Hay una deficiencia en el lugar, las cloacas se tapan, en las reuniones del consorcio van doscientas personas y deberían ir setecientas, no pagan expensas, que son de doscientos pesos…” Además, como todos los propietarios del Centenario, no tienen escritura del departamento, las unidades habitacionales nunca tuvieron un final de obra aprobado.

Cuerpo 5: De matadero a ciudad

Los cimientos del Centenario contienen un pasado de faenas y matarifes. En esos terrenos funcionó, desde 1912, el matadero municipal que abastecía de carne al entonces poblado. Alrededor del matadero emergía un cordón de campos, corrales y descampados, una periferia necesaria para sostener productivamente al balneario costero. El arquitecto Roberto Cova señala en su libro El barrio del oeste: luego de ocupar otras parcelas, el matadero se estableció “en las chacras 85 y 107, Alvarado a Juan B. Justo y Chile a Los Andes”.

Para 1938, el matadero tuvo nuevo impulso. El dúo formado por José Camuzzo en la intendencia local y Manuel Fresco en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, mandó a construir en esas mismas tierras un nuevo edificio, tal como figura en el boletín municipal de ese año. La obra se inscribió en una serie de grandes proyectos que cambiaron la fisonomía de Mar del Plata, toda una impronta de la gestión conservadora.

A comienzos de la década de 1970, el matadero dejó de funcionar. ¿Las causas de su clausura? Una serie de disposiciones provinciales obligó a introducir mejoras para asegurar la salubridad de la población que consumía esas carnes. Pero para la Junta Provincial Sanitaria, organismo a cargo de implementar las modificaciones, los cambios fueron insuficientes. En esas mismas condiciones estuvieron otros dieciocho establecimientos de faenamiento bonaerenses, que también cerraron sus puertas.

Los trabajadores denunciaron que el cierre favorecía la creación de un monopolio privado de las carnes. “El matadero municipal constituye un freno para quienes aspiran a monopolizar el mercado imponiendo condiciones”, decía en 1974 el delegado de los obreros, José Viera, al diario La Capital. Finalmente, en 1978 y ya con el gobierno dictatorial en marcha, se lo demolió, a sabiendas de que en la zona iba a levantarse la “Unidad Vecinal Rufino Inda”.

En 1974 Mar del Plata celebró sus cien años. Durante la intendencia del socialista Nuncio Fabrizio se dio forma a un plan de viviendas sociales que viniera a resolver uno de los dilemas de entonces: la casa propia, en una ciudad que seguía siendo rara en materia habitacional. Oscar Cicalesi, funcionario del Instituto Municipal de Crédito y Vivienda justificaba: la ciudad tiene “millares de departamentos (…) deshabitados durante el invierno como consecuencia de un sistema de especulación en el que fue envuelta la propiedad horizontal”.

Periferia precarizada, centro deshabitado, algunas líneas se mantienen. Lo cierto es que se lo llamó el Plan Rufino Inda, en homenaje a un histórico intendente socialista. Luego se lo conoció como Centenario Ciudad de Mar del Plata y más tarde como el Plan 1600 viviendas.

Las idas y venidas políticas postergaron su construcción. Tuvo que instalarse la dictadura cívico-militar para que reverdeciera su puesta en marcha. Fue el entonces comisionado Mario Roberto Russak el encargado de llevar adelante la idea, convencido de que se trataba de un plan ambicioso y acostumbrado a las grandes obras: en 1980 inauguró el complejo Punta Mogotes, en 1982 el actual edificio de la Biblioteca Pública Municipal.

La gestión para la construcción del complejo fue tripartita: participaron el Instituto Provincial de la Vivienda, el Fondo Nacional de la Vivienda (Fonavi) y la misma comuna de General Pueyrredon. En febrero de 1980 comenzaron las obras. En marzo de 1981 se realizó el acto formal de entrega de los primeros doscientos departamentos. Los adjudicatarios tenían facilidades de pago de hasta treinta años para convertirse en propietarios.

“En sus orígenes se lo concibió como un barrio modelo, basado en un proyecto europeo de casas rápidas para situaciones de emergencia, construidas con moldes de hierro rellenos de hormigón, se promocionaba como una ciudad dentro de la ciudad de Mar del Plata”, explica el libro titulado, justamente, Una ciudad dentro de la ciudad. El complejo Centenario en perspectiva histórica (Cultura MGP, Universidad Nacional de Mar del Plata).

Eran “veinte manzanas en cuyo corazón se planificaba la edificación de dieciséis, la instalación de una escuela, la comisaría, el templo, la plaza y un centro comercial que estarían rodeados por los grupos de viviendas. Sin embargo este objetivo nunca fue alcanzado. Tarde llegaron la escuela, la sala de primeros auxilios y la comisaría”, sigue el libro. Y prontamente aparecieron fallas funcionales en los edificios, debido a la baja calidad de los materiales utilizados para su construcción.

Antes de saltar a la subsecretaria del Menor y la Familia del Ministerio de Acción Social, Russak no dejó de lado el cinismo durante el acto de inauguración: “Pienso, luego de treinta meses de gestión, que de las doscientas cincuenta y seis obras que me ha tocado inaugurar, es ésta una de las más importantes por su significación. A los adjudicatarios les deseo una feliz convivencia en este barrio”.

Cuerpo 6: Vicios constructivos

En 1997, debido a evidentes fallas edilicias, un grupo de adjudicatarios del complejo inició un expediente contra el Instituto Provincial de la Vivienda, entidad responsable de su construcción, y contra la Municipalidad de General Pueyrredon. Tras veinte años, la causa tiene dieciocho cuerpos y varios informes técnicos realizados por peritos y especialistas pertenecientes a diversas entidades. Con diferentes palabras, esos informes confirman lo mismo que los habitantes conocen a la perfección: los vicios constructivos de las 1600 viviendas sociales que generan, entre otros dilemas, la pérdida de gas, el hundimiento del complejo, la degradación de las columnas de hierro, problemas con las cañerías, filtraciones de agua y peligro de derrumbe.

A pesar de que en 2016 hubo una sentencia a favor de los propietarios que instaba al Instituto de la Vivienda a reparar el complejo, la decisión fue apelada por esa entidad. “La Cámara de Apelaciones, en un fallo bastante difícil de comprender, anuló la sentencia porque dijo que la jueza se había extralimitado en la resolución y mandó a que se dictara nueva sentencia”, cuenta Liliana Castañeira, abogada y apoderada de los cerca de cuatrocientos litigantes, los que iniciaron el expediente a finales de los ‘90.

“Aquí en realidad —continúa Castañeira— había riesgo de colapso, porque el hierro estaba y está en muy malas condiciones. No hay riesgo de derrumbe porque a las columnas que estaban más comprometidas se les hizo una reparación. Pero por la estructura, los edificios tienen una caída hacia los espacios verdes. El peso de todo lo construido tiene un hundimiento de aproximadamente 15 centímetros, con lo cual se rompen las cañerías, porque además han sido de muy mala calidad. Todos los medidores de luz y de gas se ven que están rotos por el hundimiento, además de por los hechos vandálicos. Actualmente lo más peligroso es la pérdida de gas”.

La mirona pregunta si cree que se llegará a una sentencia firme en lo inmediato. La abogada responde: “No creo que tenga resolución. No quieren llegar a una resolución”. La mirona insiste: ¿Cree que algún día habrá reparación?

—Ah, eso mucho menos. Ha sido un juicio realmente intenso, un juicio olvidado.

Cuerpo 7: El torito de matadero

“Las identidades son vistas como status imperativos, en el sentido de que constituyen un principio de organización social. Es decir, tienen una alta incidencia en los patrones de conducta, en la autopercepción y en la manera en que la sociedad percibe a esos grupos, sean étnicos, religiosos, etc”, explica el antropólogo Gastón Julián Gil en el libro Hinchas en tránsito.

Es difícil dudar acerca del “status imperativo” del Centenario. La alianza con el club de fútbol Alvarado, Alva o El Toro, la cuentan los colores de la camiseta, blanco y azul, que decoran las paredes despintadas, lo mismo que la imagen del toro de la marca Torino estampada en los muros. A algunos hinchas se les escapa que el llamado “Torito de Matadero” hunde sus raíces en el viejo matadero.

El hincha de hoy, lo mismo que el de los años 80, heredó la actitud del matarife. Cuchillo en mano, trabajador del arrabal marplatense, asiduo visitante de los bares de la zona, era rápido para defenderse, algo compadrito, siempre guapo, receloso de los habitantes de zonas más pudientes y, esencialmente, pobre, explica Juan Ithurrart, socio de Alvarado, ex jugador de las inferiores del club.

Por eso la hinchada se autodenomina, desde antes de los años 70, La Brava: “Lo de brava es una identificación barrial por ser un barrio marginal, un barrio de laburantes, muchos de los matarifes rondaban los bares, donde había duelos, picardía, alcohol”.

A comienzos de los años 80, cuando Alvarado era un equipo fuerte (en el 1977 y en el 1981 fue campeón de Mar del Plata) el Centenario empezaba a cobrar forma. Y la hinchada se travestía en una murga colorida que con redoblante y bombo, no dudaba en gritarle a los chetos del centro que “éramos los campeones del mundo, era la batalla de los pobres, porque veníamos de la pobreza y el Centenario está hecho con gente pobre. Por eso se identificó muy rápido”.

La murga-hinchada salía cada domingo unas horas antes del partido y desfilaba por la calle Alvarado, arteria que ya estaba asfaltada. Desde Jara y Peña, sede histórica del club, pasaba por el Centenario y seguía hasta la avenida Champagnat, donde se emplazaba el Estadio San Martín. En esa cancha, Alva jugaba de local. “Yo me hice hincha de Alvarado cuando veía pasar la murga”, recuerda Ithurrart.

La cercanía del club con el complejo habitacional fue clave para lograr la penetración del torito entre los moradores de los monoblocks. Esa relación le aportó nuevos socios al club, y la institución a cambio decidió tener una política inclusiva con los flamantes hinchas: “A los pibes del barrio no se le cobraban la cuota de socio”. La alianza Alva-Centenario empezaba a sellarse.

Cuerpo 8: Sobre paredes monocromáticas

Desde que trabaja en la Escuela 30 y lo camina a diario, Mariali observa que el Centenario necesita color. “Venís en invierno y es de una tristeza absoluta”, describe. Por eso traspoló una idea que conoció en la Isla Maciel: murales y más murales. Junto a Jupebo, a Jóvenes Solidarios y al Movimiento de Arte Comunitario, dieron forma a la iniciativa.

Cerca de diez paredes están pintadas en el complejo, con la impronta social del muralismo y la firma de destacados artistas. “Consensuamos las temáticas con los vecinos”, apunta Sebastián. Aparecieron ejes de educación, deporte y familia en los que se referencian las obras.

Mariali sigue: “Todo fue muy consultado, les explicamos, les preguntamos qué les gustaría que pintemos, algunos estuvieron de acuerdo, otros no, porque hay paredes que tienen el nombre de un chico que murió y entonces ¿qué se hace ahí? Hablamos con la familia de la persona que murió y en general acordaban en que querían color, vida…”.

Vida, vida, repite para sí la mirona. Y siente cómo algunas paredes dejan de gritar y empiezan a susurrar. Entre murmullos varios, se aleja, resuenan los ecos de la charla con los vecinos y un pensamiento: del espíritu de un lugar darán cuenta sus muros.

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