La criatura
Aguafuertes marplatenses de un renegado periodista nacido en el Interzonal. Ojo de halcón que ve en simultáneo el plano general y el plano en detalle (que es lo mismo que decir: Jorge, el que no puede dejar de encontrar el pelo en la sopa).
Ahora que están en boga las multitudes, hay una frase mágica, un código secreto, una voz que, lanzada en el tumulto, es la única capaz de paralizar a la turba, congelarla en su lugar, convertirla por un instante en un conjunto de individuos conscientes: ¡paren, loco, que acá hay una criatura! A veces pronuncian creatura, porque no saben que saben latín.
Una vez, en un primer día de jardín de alguna de mis hijas, un grupo de padres babosientos y estupidizados por su pequeño amor que estrenaba pintorcito, nos avalanzamos hacia la puerta que nos conduciría adonde los infantes conformarían su bucólica ronda. Éramos una masa de humanos desesperados por no quedarse afuera, o por agarrar una de esas sillitas que a los veinte minutos te arruinaron la espalda. Una rubia resacada empezó a los gritos porque traía un bebé en un cochecito. ¡Tengo una criatura! ¡tengo una criatura!, y eso parece que le daba una prerrogativa ante el resto, que teníamos criaturas pero estaban allá adentro con la seño. Así que se abrió la horda como el Mar Rojo, con esta Moisés que en vez de báculo blandía un coso con pañales y baba. En ese momento, yo también me frené en seco como elefante en cristalería. Pero después, a la tarde, se me ocurrió lo que debía haberle respondido (¿no te pasa que se te ocurren respuesta geniales horas después de que te hicieran falta?): si tenés una criatura andá para allá, quedate atrás, que venís a prepotear.
Tal vez de ese episodio me haya quedado cierto recelo a la ocupación prepotente que parte de la maternidad y la paternidad hacen de ciertos espacios. Los cochecitos, sin ir más lejos, esos que van desde modestos paragüitas hasta catafalcos con caja de quinta que ocupan casi la misma superficie que un fitito, son el equivalente pediátrico de la supremacía de los autos sobre las personas. Señal de que la tecnología, en cualquiera de sus formas (carriolas, autos, celulares), reemplaza las actividades humanas en vez de ayudar a que estas se realicen. Las ciudades se conciben para sus autos, las comunicaciones son absorbidas por los celulares y los carros portanenes se pueden interponer con todos los derechos y sin obligaciones al paso de cualquier triste peatón que quiera circular libremente entre dos góndolas del supermercado para manotear un frasco de Arlistan. Después vuelvo, HAY UNA CRIATURA.
Criatura (del latín creatura) es un término usado desde mediados del siglo XI, que se aplica al ser humano en cuanto especie viviente creada por dios, o sea como parte de la creación. El DRAE pone incluso este significado religioso (cosa criada) en relación con el verbo criar y no con el verbo crear (ambos provenientes del verbo latino creare), y refleja que, en el uso habitual, es un término especialmente utilizado para referirse a los niños.
Esta es mi composición, tema los niños. Las criaturas, los purretes, los botijas, los escuincles, los gurises, los nenes, los párvulos, los pendejos, los peques, los pibes. Y sus equivalentes femeninos niñas, criaturas (es igual), purretas, botijas, escuinclas, gurisas, nenas, párvulas, pendejas, peques, pibas.
Y de cómo, entre otros usos, la gente menuda sirve a la gente supuestamente grande para abortar argumentos de sus contrincantes, dada su probada eficacia en paralizar a la manada para revisar si está pisando a alguno.
La historia está plagada de ejemplos en los que se mete a los chicos en el medio. Es increíble la cantidad de matanzas que se propiciaron en este planeta por defender la infancia. Sean turcos con armenios, nazis con judíos o gitanos, israelíes con palestinos, o generales argentinos con los llamados elementos subversivos, el artefacto que se monta es siempre el mismo. El enemigo es cruel, el enemigo hasta se mete con los niños (los roba, los veja, los mata, los secuestra, pone bombas en nuestros jardines), que es meterse con la humanidad, el enemigo entonces no es humano, pareciéndose mucho a una alimaña, a las alimañas se las combate por cualquier medio. Ergo, todo lo que hagamos estará de antemano justificado por el mero instinto de supervivencia de nuestra especie. ¿O no tenés sangre en las venas?
Y en estos días —te cuento, oh lector del futuro, tú que te asomas a estas cápsulas del tiempo con una sonrisa empática, revisando nuestras cosas viejas con lágrimas en los ojos y meneando la cabeza en un vano intento por entender este presente para ti pasado en el que los humanos todavía no nos libramos del capitalismo y te preguntas qué esperamos, con la respuesta solo por ti y tus congéneres amantes de la historia conocida— se vuelve a poner a la purretada en medio del paro de los docentes.
¿Alguien quiere pensar en los niños?
Porque los docentes no piensan en los niños, así como los otorrinonaringólogos no piensan en narices, viste. Porque los docentes no tienen hijos, porque no le gustan los niños, y entonces no saben lo que es tener el cuadernito preparado y que no haya clase, tener los lápices con punta y no poder estrenarlos, no se lo pueden imaginar. Y los niños que sí tienen clase les llevan dos cuadernos de ventaja. Porque los enanos tienen que estar en la escuela. Su lugar es la escuela, en la escuela tienen que estar, cómo no van a estar en la escuela, si esa sexta parte del día es el todo de las criaturas. Los niños y niñas no saben de presupuestos familiares apretados, de comer el arroz de oferta, de dice mamá que se lo anote, de veinte pesos de picada, de mamá llorando porque no le alcanza, de nos cortaron el cable. Para la opinión publicada y regurgitada por los que rumian sus eslóganes, para los que quieren parar el paro porque rompe la paz social y la mecánica del depósito de criaturas en el sistema educativo, para poder seguir la vida productiva que exige cada vez más y que nos tiene a todos tan ocupados, para ellos, los niños deben estar en la escuela así se desmayen los maestros que tengan delante. Y hasta les cabe la idea que en el aula entre cualquier idiota voluntario, así vaya munido de un chupetín, cloroformo y una red.
Los niños viajan atrás en los autos, pero van adelante en los debates como la infantería en la guerra clásica, como los peones sacrificables que tan bien representa el ajedrez. Los niños son la razón de nuestros desvelos, porque la sociedad humana es tan progenética como las sociedades animales y se ve que esta especie también merece ser reproducida. Pero la sacralización del término niño, la criatura creada por un dios y unos padres pierde encanto cuando ya fue criada, y entonces —ya adolescente, ya joven o adulta— queda a merced de la naturaleza económica, como quedan los cachorros de tigres destetados, como quedan las tortugas saliendo de los huevos a través de playas atestadas de gavilanes. Los niños primero, gritan los fanáticos de penalizar el aborto, dando una espalda angelical y sistemática a los nacidos vivos y criados para el orto por una sociedad en la que algunos nacen para depredar y otros para ser depredados. Acá hay una criatura que quiere empezar la escuela, gritan con cara de haber encontrado la contradicción irrebatible, como si no hubiera otras muchas criaturas que quieren otras cosas y por las que no les apetece gritar. Porque no gritan que los niños y las niñas (también los hijos e hijas de los y las docentes, que lo de antes era sarcasmo, también los maestros que paran tienen hijos, como los tienen los carneros) necesitan las vitaminas esenciales que la televisión dice que les aseguran un buen crecimiento; no gritan que legalicen el aceite de cannabis que a esa niña le quita las convulsiones, no gritan que el Estado ya no garantiza la comida recetada especial que aquel otro necesita para vivir. Los niños y niñas les importan de manera intermitente, para probar un punto, para rebatir un argumento, pero se cagan bien cagados en los derechos consagrados en la carta magna, porque se recontracagan en la carta magna completa, y ya les entran unas ganas locas de que empiece una buena represión, que desentusiasme a los contendientes de la puja distributiva, que es a fin de cuentas lo único que está en juego en esta farsa.
Un verdadero juego de niños.